CRÓNICAS

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¿HAY ALGUIEN AHÍ? de Juan Villoro

HISTORIA DE UN MINUTO de Magalí Tercero

AMBULANTES de Cynthia Ramírez

BIENVENIDOS A TEPITO de Cynthia Ramírez

EL ARTE DE LA CALLE de Fabrizio Mejía Madrid

EL MISTERIO DEL PERICO, EL GALLO Y LA CHIVA de Fabrizio Mejía Madrid

UNA CIUDAD DE CIENCIA-FICCIÓN SIN FUTURO de Heriberto Yépez

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¿HAY ALGUIEN AHÍ?
Juan Villoro
Publicado en el periódico Reforma el 5 de septiembre de 2008

Al aterrizar en la Ciudad de México se advierte que la lógica no es lo nuestro. Una ventanilla anuncia «Taxi autorizado». Ahí mismo una leyenda de la Procuraduría Federal del Consumidor informa que ese establecimiento puede estar violando la ley. Llegamos al territorio donde lo autorizado es ilegal.

La ventanilla que al mismo tiempo proclama y refuta la normatividad es una metáfora de un país donde las reglas han dejado de tener sentido o son caprichosas e inoperantes. En su relato «Ante la ley», Kafka describe la justicia como una puerta que es distinta para cada persona, pero que nunca se abre. Nuestros códigos operan de modo semejante.

Llegar al Distrito Federal significa establecer instantáneos vínculos con el sinsentido. Hasta hace unos días el taxi del aeropuerto a mi casa costaba 190 pesos. Ahora cuesta 225. Para no decirle al chofer que el aumento me parecía abusivo, hablé de hidrocarburos (tema en el que cada mexicano tiene algo que aportar) y de pasada mencioné que el precio del petróleo ya está bajando. Como suele ocurrir, el conductor comentó que él no recibía nada del aumento y procedió a contar sus condiciones de trabajo, dignas de un cochero en el brumoso Londres de Dickens.

El célebre Sitio 300, que controla los taxis del aeropuerto, lleva años sin ponerse de acuerdo con las autoridades que regulan la aviación civil y los negocios aledaños. Aunque no han renovado el contrato, los mil 300 permisionarios siguen empleando a conductores con los que tampoco tienen compromiso contractual (tal era el caso del piloto que me tocó en suerte).

Como en México la catástrofe es un tema de conversación muy contagioso, basta hablar de un problema para que los desastres se ramifiquen. El taxista me dijo que en la mayoría de las gasolineras un «litro» nunca es un litro. Nuestra realidad prefiere las comillas a las cursivas.

Me sorprendí de que los taxis autorizados atropellaran la legalidad, pero poco después pasé por un tianguis donde ofrecían «discos pirata originales». Esto me ayudó a asimilarme a una tradición convencida de que lo auténtico es lo que se modifica sin que se note. Tal vez en otro país la piratería genuina sea contradictoria. Aquí avala la calidad de lo ilícito.

En casi todas las formas del trato social asoma la pequeña transa, la componenda que lleva a la extraña compensación de corregir el abuso que se sufrió con el que se comete.

La ley se ha convertido en una molesta sugerencia o, en el mejor de los casos, en una zona discrecional. Pongamos un ejemplo tan nimio como frecuente: la medida del tiempo en los estacionamientos, espacios no siempre relacionados con el meridiano de Greenwich. Algún genio de la manipulación tuvo la idea de que se cobrara «hora o fracción». Ese prohombre no descubrió la eternidad pero sí la manera de alargar el tiempo. Quince minutos integran una «fracción», que vale igual que una hora. Si llegas al minuto 14, un entusiasta de las sumas calcula que llegaste al 16, es decir, que debes una hora.

En este caso hay evidencia aritmética de lo que sucede. Sin embargo, la cuota de abuso, la dichosa «fracción», suele ser algo que no advertimos, un indescifrable impuesto por hacer transacciones en un país al margen de la ley.

Nuestra relación con los desconocidos se basa en la desconfianza. Cuando alguien demuestra honestidad, decimos: «se ganó mi confianza». Bien mirado, es una derrota social que la confianza deba ganarse. En una comunidad sólida, la confianza es algo que se pierde: das por sentado que las cosas saldrán bien y en caso contrario dejas de creer en esa persona. «Música pagada toca mal son», dice un proverbio indispensable para una tribu donde la credibilidad llega muy poquito a poco.

¿Sería posible escribir una historia de la sospecha y el recelo en la sociedad mexicana? De ser así, los capítulos más abultados tendrían que ver con la historia reciente. En el virreinato un delito podía tener como agravante la «nocturnidad» (el ladrón contaba con la complicidad de las sombras). Hoy en día lo «oscurito» se presenta a todas horas.

El tema de la ilegalidad va de la picaresca cotidiana a la tragedia del crimen organizado. Las marchas contra la inseguridad confirmaron la indignación y el dolor de una nación que ya no soporta la violencia ni la impunidad. La protesta fue clara. El problema estriba en saber si hay interlocutores. ¿Quién puede responder? ¿Cómo va a hacerlo?

En la obra de Heinrich von Kleist El cántaro roto, un juez debe sancionar un crimen que él cometió. No es otro el desafío de los gobiernos que tienen zonas descompuestas, tocadas por la criminalidad. ¿Será posible la depuración que enjuicie a los supuestos responsables de impedir el crimen?

La película Alien se promovió con un eslogan sobre la impotencia ante el terror: «en el espacio exterior nadie puede oír tu grito». ¿Quién acusará recibo de nuestro S.O.S.?

En ocasiones el sufrimiento de los animales refleja nuestra propia angustia. El 26 de agosto 60 caballos murieron ahogados en el club hípico La Barranca. Sus caballerizas se inundaron en una rinconada sin escapatoria. Emilio Campos, caballerango de 61 años, trató de salvarlos y unió su suerte a la de los animales que cuidó hasta el último momento.

Podemos imaginar el nerviosismo de los caballos, los relinchos bajo la lluvia, el agua que sube como una corriente inexplicable; podemos oír, a lo lejos, la voz conocida y confiable que no puede hacer nada; podemos entender, en el desorden de la noche, que el frío contacto con la marea significa que no hay salida, que estamos juntos, los de siempre, en la casa común, y sin embargo todo acaba.

En inglés pesadilla quiere decir «yegua de la noche» (nightmare). El alarido es la forma elemental de salir de ese desbocado trance. Hemos empezado a gritar. Falta saber si alguien nos escucha.

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HISTORIA DE UN MINUTO:  25 años del tianguis cultural del Chopo de Magalí Tercero
Crónica publicada en el suplemento cultural Confabulario, suplemento  de El Universal en el 2005. Forma parte del libro Cien freeways: DF y alrededores, a la venta en la UACM, plantel del Valle, San Lorenzo 290, esq. Félix Cuevas. Aparece también en A ustedes les consta. Antología de la crónica de Carlos Monsiváis (2006) http://magalitercero.arteven.com
Que los bloqueos creativos me agarren confesada pienso mientras dificultosamente decido por dónde comenzar esta crónica: 1) ¿por el enjaulado corazón de cerdo parecido a un corazón humano que hipnotiza a 40 espectadores mientras un performancero encadenado
–nalgas desnudas asomándose por el  pantalón roto– baila con una sinuosa maniquí de alambre?; 2) ¿por un regordete rasta rubio de nombre Sol, quien pregunta con voz dulce y aniñada “¿quién eres amiga quién eres?” 3) ¿por cierta frase de Bukowski resplandeciendo en mi mente mientras la grabadora registra las ideas de un altísimo y desnutrido punk de cresta flamígera diciendo con gravedad resentida “en San Juanico estamos los más puteados, yo lucho contra la injusticia”? 4) ¿por la muchacha bajita de bermudas rosas y trenzas ralas que se agarró a madrazos con otra chica junto al puesto de tatuajes?; 5) ¿por el talonero que agarraron robando en el estacionamiento y corrieron a golpes, a dos milímetros de esta cronista, por pasarse de lanza?; 6) ¿por la Mujer Zanahoria enamorada de Caballo Loco, un poeta muerto en el arroyo como se decía en las novelas del siglo XIX?; 7) ¿por el joven editor de Eje Central –la revista de carátula roja con Dalí mirando inquisitivo al lector– negando enfáticamente que el Tianguis Cultural del Chopo, a punto de cumplir 25 años, sea un lugar para “chamacos mugrosos y mariguanos”?
¿Por dónde empezar pues? ¿Por  el principio, es decir por Pablo, el menudito músico tepiteño de las calles de Londres –compositor con su grupo Los Traviesos de Historia de un minuto, rola célebre durante los noventa en estaciones de metro, peseros y autobuses y luego lanzada comercialmente por Efecto Tequila y por Interpuesto? ¿Por el “caminante de todos los caminos”, como se autonombra, quien, sabiéndome periodista, propuso ser mi Virgilio del underground londinense hará unos seis meses? ¿Por El Pablo, como lo bautizó el performancero mexicano Raúl Piña, que aquella madrugada, con su pinta de olvidado, mostró su perfecto ojo falso made in Germany, sostenido entre los dedos pulgar e índice, y gritó violento, desesperado: “¡ve la realidad, ve la realidad!”?, extendiendo ambos brazos bajo la luz blanca del antro baratísimo de bagels judíos?¿Por dónde comenzar, pues, si decenas de imágenes se agolpan en la cabeza impidiendo contar cómo la noche oscura del East londinense sembró la semilla de esta crónica sobre el Tianguis Cultural del Chopo que este año cumple 25 de existencia?

EL CHINASKI CHILANGO
“¡Me quitaron la bolsa! ¿Tienes diez pesos? ¿Tienes una pluma? ¿Me alcanzas el volante de la tocada en Ecatepec para escribir atrás?”. Digo todo esto cual si fuera ametralladora. El blanco es el  “Chinaski”, de Generación, la publicación que según Guillermo Fadanelli conserva su espíritu de fanzine underground, súper solicitada en este lugar y a la cual ninguna supera en ventas, ni siquiera Sangre y cenizas, Verso o destierro, Deriva o Eje Central. Me agarro al Chinaski como si alguien pudiera salvarme. Es la primera cara conocida que veo al llegar por tercer sábado consecutivo al Tianguis Cultural del Chopo, en la colonia Guerrero, a unos pasos de Insurgentes y la estación del metro Buenavista. Mi interlocutor –rizos enredados, pachoncito, con una cojera notable, buen verbo, pancita chelera y mucho ángel– se ve discretamente espantado. “Cómo, a qué hora, dónde, pues cómo traías la bolsa…” Las preguntas le traban la lengua, pero Jaime Magaña Chinaski “para servir a usted porque nadie se parece a Bukowski como yo”, se apresura a esculcarse los bolsillos. Rápidamente, pues sé que la Delegación trae al tianguis entre ceja y ceja, aclaro: “fue cuando venía para acá, allá por Insurgentes y Londres, lejos de aquí. Le pedí aventón a un camión de la ruta Insurgentes–Indios Verdes que traía un enorme Cristo negro de madera junto al espejo y rosas rojas como ofrenda”. Chinaski me mira fijo y, finalmente, del pantalón beige de tiro bajo y valencianas arrugadas emergen relucientes una moneda y una bic negra. “Papel no tengo pero buena suerte”, desea con sonrisa de conejo asustado,  preocupándose otra vez.  “Por aquí voy a andar”, replico, desapareciendo cuando un chavito con aspecto de charal –a lo mejor es sólo el ansia que lo encoge– pide al Chinaski el ejemplar de los vampiros, agotado según pude comprobar en el Tianguis Cultural donde los oscuros o darkies fueron conquistándose la peor de las famas desde 1981. La vez anterior pregunté a nuestro Chinaski chilango si las becas de Conaculta no traicionan el espíritu de su revista. “¿No le tienen que hacer la barba a nadie?”, dije, y Magaña respondió muy serio “si el Fonca censurara algo o diera línea, ¡olvídate!”.
De modo que aquí estoy: recién asaltada, jeans negros desgastados, camisa blanca, gafas de pasta negra, cabellos revueltos por la agitación de perseguir inútilmente mi bolsa robada en la gran ciudad chilanga: una dizque Luisa Lane sin Superman intentando almacenar imágenes y sonidos en el cerebro lleno de adrenalina y deseosa de apresar la esencia de lo que ahora llaman el Chopping. “¿No estaré haciendo puro turismo sociológico?”, me pregunto insegura mientras recuerdo cómo corrimos todos tras el adolescente talón: el señor atildado paseando por la avenida vacía, el vendedor ambulante, la dueña del perro que hacía sus necesidades frente a la Librería Buñuel, cerrada bajo el anuncio ya habitual en Insurgentes: “Se vende edificio completo”. Sí, la melancólica imagen de un local que vio sus mejores tiempos cuando la Zona Rosa florecía cosmopolita: los murales efímeros de Cuevas, los happenings contraculturales de Gurrola y Jodorowsky, el Kineret lleno de escritores melenudos, el cielo surcado por el helicóptero donde Vicente Leñero recopilaba información para escribir sus series sobre las ciudades de México.

CORAZÓN DE CERDO
Una multitud de ojos sigue con atención creciente los movimientos de un tipo flaco de greña larga, torso desnudo y  pantalón agujerado. En el improvisado escenario del Tianguis se escucha música heavy-metalera mientras Antonio Sánchez abre una jaula plateada de dimensiones reducidas y saca un corazón de cerdo atravesado por una daga. Ustedes dirán qué mamada pero cuando Antonio arranca el cuchillo, con ese gesto absorto con el cual ha ejecutado desde el inicio su performance, 40 gargantas emiten un profundo ¡agh!  Y cuando el performancero sabatino –entre semana se dedica a la mecánica– acerca la víscera a los espectadores, dos rudos darkies dan algunos temerosos pasos hacia atrás. Uno–maquillaje blanco y cresta azul eléctrico coronando su look– pregunta con algo de falsete en la voz: ¿es un corazón  humano?, “¿es un corazón de vaca?” Su chava, una punk con encajes negros y ojos violeta como de ópera china, susurra “no buey, es de cerdo” mientras los demás respiramos hondo al ver cómo Antonio coloca el corazón en el pecho hueco de la sinuosa maniquí de alambre y la entierra furiosamente bajo cientos de hojas secas salidas Dios sabrá de dónde, insistiendo en dar fin a este funeral acotado por dos versos: “Ausencia que se envuelve con el frío/ vacío que se cobija con la ausencia”.
Varias semanas después, mientras habla con dos jóvenes performanceros que quieren darse a conocer, Antonio hará algunas definiciones: “Soy artista plástico y escénico. Me gusta del dolor hacer arte porque la oscuridad no es la apariencia sino la esencia. Entiendo que el performance es un producto de moda, me he topado con personas pintarrajeadas y vestidas de negro que le hacen al tonto pero yo utilizo estos vehículos para que salga a flor mi creatividad, eso que tenemos todos pero no sabemos externar. Los seres humanos estamos expuestos a lo negativo de la vida y aquél que viva sólo en lo bonito no pertenece a esta dimensión”, informa Antonio dejándome casi sin aliento con su manifiesto.
–¿Qué haces entonces con tu lado oscuro?
–Procesar esa negrura y plantearla con versos y acciones plásticas. Escucha esto: “La vida es un borracho/ una ebriedad de espanto/ un lugar en el cieno”.  Es de Leopoldo María Panero, un poeta contemporáneo, radical.
–Me emocionó extrañamente tu performance del corazón de cerdo. Me hizo recordar una postal holandesa con la fotografía, de una tal Letizia Volpi, de un corazón formado con decenas de chiles rojos que se llamaba “Desde el corazón de México”.
–Cuando enterré el corazón fue el momento catártico de la pieza que hice a consecuencia de una situación emocional. Desde tiempo atrás he arrastrado vínculos con mujeres y llegué a estar harto. La historia es muy sencilla y muy compleja: es sobre un personaje que está atado con cadenas llenas de fotos y se incorpora para encontrar su corazón. El meollo está al final cuando aparece un maniquí con fotografías que usa para traer a la mujer al presente y se da cuenta que ya no hay cabida para ella. Conforme el personaje va profundizando se mueven sus emociones. Utilizo la memoria para entrar en los estados de ánimo. Ahorita estoy pasando por otra etapa de de hundimiento a nivel existencial y exteriorizo todo eso con poemas como éste: “Como un perro me ladro a mí mismo y escarbo en los restos de mi alma/ igual a alguien que quiso ser/ y se convirtió en vapor de sí mismo/ en seda rasgada por lo lebreles del tiempo”.
– ¿Qué otros temas te interesan?, pregunto pensando en el querer ser lleno de impotencia que han manifestado ya varios entrevistados que roban tiempo para su arte a trabajos mal pagados en La Merced, en fábricas u  oficinas.
–La religión, aunque mucha gente me lo ha reprochado porque no caigo en los clichés de la cruz tradicional. En épocas anteriores a Cristo las crucifixiones se hacían sobre palos formando una X. En mi nuevo performance estoy utilizando alas desgastadas porque no es Jesús el que está crucificado, sino un ángel. Oye estos versos: “¿Quién grita vengativo en el palacio sin nombre? ¿Quién me fuerza a vivir con su látigo restallando a diario en mi espalda?/ ¿Quién sino esta tentación perpetua al dolor de la nada/ […] este dulce dolor como un pecado?” También son de Panero. A mí me generan una reminiscencia hacia la pasión de Cristo pero trasladada a la pasión mía, humana.
–¿El Chopping sigue siendo contracultural?
–Siempre que haya cultura va a existir la contracultura porque hay diferencias sociales. Radica en la iniciativa a nivel de organizaciones civiles, fuera de los circuitos aceptados.
La entrevista finaliza al tiempo que, por una de esas coincidencias cargadas de sentido según los subterráneos del Chopo, se escucha desde algún puesto la rola de Haragán y Cía sobre un Cristo de Iztapalapa: “Quería seguir los pasos de Jesús… lo crucificaron en una cruz/ Yo lo vi/ yo estuve ahí/ […] Él es un Jesucrito del barrio”.

OJO POR OJO: MATA GABACHOS
Una semana antes de platicar con Antonio, el sábado del asalto, me he cruzado a las cuatro de la tarde con un tipo que pasea su humanidad larga y flaca por los confines del Tianguis: piel café con leche, cabello lacio repeinado hacia arriba en una espléndida cresta roja que se cae de naranja. Lo he seguido con la mirada hasta toparme con un letrero sobre su magra espalda: “No más inmigrantes muertos. V. Fox. G. Bush. Ojo x ojo. Diente x diente. Mata gabachos”. He vuelto sobre mis pasos y Rafael, retador, desconfiado, ha aceptado hablar sólo después de ver cómo asiente con gesto severo su amigo Pedro –chaleco negro lleno de estoperoles, brazos fuertes desnudos y cabello cortado en picos muy cortos.
–¿Estás en contra de la inmigración?
–¿De qué sirve que te vayas al otro lado si te vas a morir por un cazador idiota?, contesta Rafael con voz casi metálica.
–Pero aquí no hay trabajo…
–Hay qué adaptarse a algo que ya no es remediable, pero no debemos ir con los gabachos porque nos matan. Por eso nosotros vamos a matarlos también- contesta tocándome algún punto sensible con su arisca ternura asomada por la armadura punk.
–¿Matarías un gabacho?
-Es nada más una expresión, buey… En ese idiota Espacio Anarco–Punk nos dicen fascistas– explica mirando hacia el foro que Radio Chopo comparte con los anarcopunks al final del corredor del Tianguis.
-A los anarcos no les importa la música. Lo hacen para financiar actividades políticas. El PRD está detrás de sus marchas y hay mucha banda para eso”- interrumpe Pedro, rompiendo su parquedad por única vez.
-¿Por qué “Borrachos al poder”?- pregunto, señalando el parche que lleva Rafael en el pecho.
–Nací en San Juanico, ¿entiendes? Allí estamos la gente puteada, los obreros. . ¿De qué sirve que uno se mate en la fábrica para que el burgués llegue con el sucio dinero de su padre para obtener tu puesto? ¿De qué sirve todo si el burgués se va a emborrachar y no hace nada? Lucho contra la injusticia porque en la ciudad marginal la miseria se vive, me espeta Rafael con su voz acerada. Mi simpatía por él aumenta. ¿Es por qué da la batalla? ¿Es por los tropiezos en su gramática que revisten de verdad sus palabras?
-¿Tus papás rechazan lo punk?
-No te pueden reprimir si luchas contra algo injusto– responde presto Rafael.
Después su discurso se vuelve intraducible, como si de pronto huyeran las palabras para explicar su posición en la vida. Furioso, contenido, hablando sin importarle el sol inclemente cocinándonos completitos, prosigue: “¿Por qué el idiota del Papa Juan Pablo no dijo voy a mandar algo a la gente del tsunami? Si hubiera venido lo habríamos matado”. Parece notar mi desconcierto pues, interrumpiéndose, señala “no nos preguntaste por las religiones”. Entonces me entero por Pedro que ambos son ateos hijos de padres católicos. Ambos sostienes que “la fuerza de la religión afecta a la sociedad”.
–Te das cuenta cuando vas a misa, te dicen lo que conviene a los ricos– explica Rafael.
–Los Testigos de Jehová son mejores que los católicos, más honestos a pesar que no actúan lo que pregonan– informa Pedro.
Súbitamente Rafael se enerva. “¡Se vive una situación injusta, es lo que quiero que digas en tu periódico!”, exclama, casi grita, girando abruptamente sobre los talones, centelleante la cresta rojo–naranja. Logro retenerlos. El de las púas cortitas tiene 27 años, el de la cresta flamígera sólo 23. Conocieron el punk a los 20 años, escuchando música con los amigos y les parece que estuvo bien así pues, según Rafael, “no importa la edad sino el momento en que se abre la mente a la verdad”. Han sido muy pacientes. Los vendedores ambulantes no han dejado de mirarlos desde el espacio acotado por un mecate azul que les destinó la comisión del Tianguis atrasito del foro de Radio Chopo. Observo de refilón muchos pares de ojos fijos en la figura de Rafael, un Nostradamus expresionista y encrestado. Ambos se consideran más subterráneos (ni una sola vez han dicho la palabra underground) que los anarco–punks, por eso escuchan hard core punk. Cuando pregunto por la reacción en San Juanico ante su uniforme punk, Rafael vuelve al ataque: “No lo olvides: en el barrio obrero el punk es más socialista.” Así transcurren tres cuartos de hora. Mis nuevos amigos suavizan el gesto. Quiero saber porqué las crestas, los estoperoles, el piercing, el negro en el atuendo… Pedro dice que “la cresta tiene qué ver con el respeto a los indígenas y a sus costumbres y las botas rudas con el trabajo obrero”.

ENTRE BAKUNIN Y CHOMSKY TE VEAS

Minutos antes de encontrármelos, mientras copiaba los títulos de Flores Magón, Bakunin y Chomsky, a la venta en el Espacio Anarco-Punk, un cuate jetón, de unos 30 años, me ha dicho, casi amenazante: “¿qué se te perdió aquí? Estoy a punto de decirle “ya estarás muñequito de Sololoi”, cuando alguien más se acerca sonriente para invitar a la marcha contra la brutalidad policíaca del 24 de marzo en apoyo de los cinco compañeros aún presos en Guadalajara por protestar, hace un año, contra la globalización. “Estamos en contra del racismo y la homofobia y a favor del feminismo”, declara Jaime, de 28 años, graduado en Estudios Latinoamericanos en la Unam, amante de la cumbia más que del rock urbano porque no le gusta el machismo. (Semanas después dos hermanas de atuendo gótico me dirán que sí hay maltrato a las mujeres punk, que entre sus numerosos amigos sólo hay uno que no se siente superior ni les tiene miedo.)
-Este espacio es una escena vital- explica Jaime -compuesta por gente menor de 30 años. Hay mucho dinamismo, editamos discos y libros para la difusión del anarquismo. Aquí hay libros de Daniel Guerin, ¿ves? Esta ideología no necesariamente está casada con el marxismo autoritario, de hecho hay anarquismo cristiano que no es punk. Este espacio anarco-punk es independiente, lo hemos sostenido con muchos trabajos y siempre está latente la amenaza del desalojo por ser joven, por vestirse de negro, por tener los pelos pintados. Ve a los chavos del Eje Buenavista: su estética es un discurso.
-¿Qué haces además de organizar las caravanas libertarias y anticapitalistas?
-Soy desempleado- responde con un gesto de impotencia no por discreto menos expresivo. Fíjate, los jóvenes tenemos un resentimiento por la falta de trabajo, por la forma en que quieren canalizar nuestro desencanto. Hay qué reconocer el mal papel que juegan los medios en esto. Quieren tenernos drogados, para no pensar, no organizarnos, para que no haya disidencia y porque es un gran negocio.
Su franqueza me hace recordar a uno de mis primeros entrevistados del Chopo: un vistoso punk de 28 años llamado Álvaro, dj en un antro de moda que lleva la cara maquillada de blanco, cresta en varios tonos de rosado y chaqueta y faldones negros sobre pantalones de mezclilla. Mientras hablamos nos escucha el chavo charalillo que andaba buscando literatura sobre vampiros. No quiere dar su nombre pero se declara fumador de mariguana porque necesita relajarse y cita a Paz, autor poco querido en el Chopo: “Él dijo que Buñuel filmó Los olvidados para el pueblo preocupado por sobrevivir”. Al oírlo Álvaro, cuyos padres tienen un negocio de sombreros de charro en la Doctores, decide aclarar algo importante: “Antes de adoptar esta vestimenta leí durante un año sobre el existencialismo y las protestas juveniles. Pero, cuidado, aunque vestirse así sea una forma de resistencia en la sociedad los punks podemos hablar muy bonito y en los hechos ser una mierda”. No parece que él lo sea, aparte qué cresta tan chida trae. Responde complacido “gracias, pero se trata de tener una postura, en la calle hay qué sufrir con un montón de cosas por esta ropa”.
Decido que basta por hoy y me encamino hacia el Eje Buenavista. Me he quedado intrigado con la educación autodidacta de Álvaro. Paso junto a un puesto de libros atiborrado de jóvenes y me detengo a hablar con el vendedor, Francisco Vega. Tienes unos  50 años, greña larga entrecana, se ve medio malencarado y también harto, supongo, de periodistas. Está muy activo, lo apoya un hijo suyo de 27 años a quien no veo muy interesado en la cultura. Cuando pregunto por los libros más solicitados en el Chopo, Francisco me echa una mirada de miedo. Está a punto de mandarme al Sanborn´s de San Cosme: “¡No puedes hablar aquí en esos términos!”, exclama. Luego, menos reticente, contará que en el Chopo se satisfacen las necesidades intelectuales de los rocanroleros y se lee historia más que nada porque “ahorita hay una tendencia revisionista: la banda lee sobre el Holocoausto –la versión judía y la versión no judía– o sobre la ex Rusia comunista. No es como cuando estudié en el CCH que era desayúnate, cómete y cénate a Marx y terminabas la prepa diciendo “¿y dónde está la otra historia?”, relata mientras un montón de jóvenes preguntan por autores diversos como Lovecraft, Thoreau, Dostoievsky, Poe, Stocker, Carroll, Castaneda…

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AMBULANTES. El comercio informal capitalino: extorsión, contrabando, corruptelas y mafia de Cynthia Ramírez
Publicado en Letras Libres, enero de 2007.

Las malas leyes hallarán siempre, y contribuirán a formar, hombres peores que ellas, encargados de ejecutarlas.
Concepción Arenal

En México, el comercio informal de mercancía legal representa la transacción de miles de pesos por minuto: el equivalente al 12.2 por ciento del PIB del país, poco más de tres veces lo generado por la agricultura y la ganadería juntas. En el caso de DF, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, durante el tercer trimestre de 2006 se contabilizaron 705,138 personas “subocupadas”, es decir, dedicadas al trabajo informal. Esta cifra no incluye a los que se dedican a comerciar piratería, contrabando o cosas robadas, ni a los que comercian mercancía legítima pero no están dados de alta en el Servicio de Administración Tributaria (SAT). Nadie sabe, entonces, cuántos ambulantes hay en la ciudad, tal vez porque en realidad eso es lo de menos: lo que importa es que todos –vendan cosas legales o ilegales– se caen con la mordida y lo hacen a la luz pública. El hecho de que la venta de, por ejemplo, discos piratas se considere parte de la “economía subterránea” –las ventas se hacen con bocinas de gran volumen y sobre el primer carril del Eje Central– describe por sí mismo el nivel de realismo y denuedo con que las autoridades enfrentan el problema.

Lo más curioso de todo es que existe un programa gubernamental –con funcionarios, administradores, secretarias, oficinas, fotocopiadoras, computadoras y cafeteras (y tazas y azucareras y cucharitas) que se ocupa de regularizar a los comerciantes en la vía pública, es decir: de hacer algo que en realidad no se hace, y que nadie se esfuerza ya ni siquiera por ocultar un poco: cada cumbia a decibeles imposibles por las banquetas del centro como desmentido.

El Programa de Reordenamiento de Comercio en la Vía Pública data del 2 de marzo de 1998, cuando el Gobierno del Distrito Federal (GDF), bajo la administración del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, cedió a la “voluntad de resolver, paulatina pero eficazmente, los problemas derivados del comercio en la vía pública”. Los objetivos del programa se enfocaban en contribuir a mejorar el entorno urbano y la convivencia social, mientras se iban ofreciendo opciones a la economía informal para que transitara gradualmente a la economía formal civilizada. El problema, con tan buenas intenciones, estribó en que el programa no tiene figura jurídica representativa, de modo que no cumplirlo o, mejor aún, inscribirse en él o dejar de hacerlo carece de repercusión legal alguna, lo cual, por cierto, habla mucho del ánimo de las autoridades para dotar de herramientas jurídicas a la reglamentación de estas actividades.

Hoy día, coordinar este programa depende de la Dirección General de Programas Delegacionales y Reordenamiento de la Vía Pública que, de acuerdo con el SISCOVIP (Sistema de Comercio en Vía Pública), ha incorporado a la fecha a 98,319 comerciantes –aunque fuentes cercanas a esta Dirección coinciden en señalar la candidez de este dato, y estiman que los mercaderes en activo por lo menos triplican este número.

Las actividades que se pretendió normar con el Programa de Reordenamiento de Comercio en la Vía Pública eran –son– las relativas al comercio que se realiza en calles y plazas públicas, ya se trate de:

– Comerciantes instalados con puestos fijos, semifijos o rodantes en calles y plazas públicas,

– Concentraciones que se realizan en festividades populares, y

– Comerciantes ambulantes.

La entrega de los permisos se regía bajo las siguientes consideraciones:

– Sólo se otorgaba uno por persona, de su uso exclusivo, con la intención de evitar que las organizaciones comerciales cooptaran al interesado;

– La actividad que amparaba el permiso debía ser la única o la principal para la subsistencia del solicitante, quien no podía ser a la vez comerciante establecido, ni locatario de un mercado, ni propietario, arrendatario o usufructuario de cualquier local en las plazas, corredores, bazares o planchas comerciales;

– Se procuraría que los menores de edad fueran canalizados al aprendizaje de artes, oficios o profesiones, a través de la gestión de becas a su favor;

– Se daría trato preferencial a los minusválidos, madres solteras y personas en la tercera edad, y

– Para todos los efectos legales, se entendía que el giro era lícito y las mercancías que se exhibían en un puesto eran propiedad de quien lo atendiera de manera permanente.

Aunque lo cierto es que sólo excepcionalmente se realizan operativos que verifiquen la importación legal, tenencia, estancia o siquiera la propiedad de las mercancías que se ofrecen, el hecho es que la falta de corresponsabilidad entre las autoridades federales (SHCP, Instituto Mexicano de Propiedad Industrial –IMPI–, SAT) y las locales (GDF) anula mutuamente los respectivos campos de acción y permite, voluntariamente o no, que las decisiones sobre qué se vende y dónde radiquen las cuotas de poder de redes clientelares queden al margen de la ley.

La oscuridad de las arcas delegacionales
Desde julio de 2003, los ingresos que percibe cada Delegación Política del DF por la inscripción de comerciantes en este programa se consideran “ingresos de aplicación automática de recursos”, o recursos autogenerados, con la finalidad de que cada demarcación emprenda de manera más ágil las acciones para cumplir los objetivos del programa.
Adentrarse en los montos y destinos presupuestarios que cada Delegación hace de estos recursos es, por principio, imposible –cuando no ridículo.

Después de un complicado intercambio de solicitudes de información, excusas y prórrogas, ocho de dieciséis delegaciones contestaron, bajo distintos criterios, un mismo cuestionario relativo al Programa de Reordenamiento del Comercio en Vía Pública.

Las diferencias entre los montos que reporta cada delegación para su registro y verificación internos y las cifras que reportan a la Secretaría de Finanzas ni siquiera revelan dolo, sino una absoluta falta de control sobre estos recursos. Son una desgobernada caja chica delegacional que, en el mejor de los casos, financia la nómina del personal responsable de implementar y ejecutar el Programa de Reordenamiento de Comercio en la Vía Pública. Más que a un tránsito a la formalidad, este programa invita a los comerciantes informales a costear la paga de sus propios inspectores.

La ilegalidad como antesala de la legalidad
Dejando de lado el oscuro destino de los recursos, acudí a la oficina de Reordenamiento de la Delegación Cuauhtémoc. Mi intención era “empadronarme” en el programa y poner un puesto de libros, ya que de acuerdo con ese proyecto, los giros de libros nuevos, libros usados, cuadros, cromos y pinturas quedan exentos de pago en tanto que “promotores de cultura”. En caso de que no consiguiera la extensión que me prometió la ley –o el Programa, cuando menos–, estaba dispuesta a pagar la cuota correspondiente para conseguir un puesto semifijo con las medidas reglamentarias.

Elena, que me recibió en la Delegación, me recitó casi de memoria que, para ser parte del Programa, era requisito que de manera voluntaria cada comerciante acudiera a la Delegación y se identificara. Lo cumplí: ahí estaba, apersonada en las oficinas delegacionales y con mi credencial del IFE. La segunda obligación rondaba lo inalcanzable: me pidió que comprobara que ya ocupaba yo algún lugar en la vía pública, y añadió: “Necesito tus antecedentes y antigüedad de mínimo dos años.” Le expliqué que se me complicaba entender que, para poder comerciar en la vía pública con permiso, era necesario, primero, haber comerciado dos años en la vía pública sin permiso. Trató de reconfortarme con un comprensivo “También puedes esperar a que salga la convocatoria”.
Luego chasqueó la lengua y agregó, entornando los ojos en plan de entender a unos dioses inexplicables: “Aunque la última salió hace dos años y quién sabe cuándo salga otra.” Al final, se alzó de hombros y extendió las palmas de las manos –en un gesto como para exhibir la solidaridad frente a lo imposible. Representó la reducción al absurdo de la realidad con un golpe de genio gramatical: “Mejor estate dando tus vueltas a ver si sale una.”

Eje Central
Lograr comerciar en la vía pública sin veinte mil pesos en efectivo que te compren un espacio de buenas a primeras en el Centro Histórico es, de cualquier forma, una gestión expedita que depende tanto de la buena suerte como de la capacidad para aceptar tratos poco redituables en materia comercial.

Alejandro y Pablo tienen un puesto semifijo de libros sobre Eje Central –otrora San Juan de Letrán– y me ofrecieron un negocio para poder vender, con los de ellos, los míos. El trato me era claramente desventajoso, pues ellos no sólo se quedarían con el cincuenta por ciento de mis ganancias, sino que fijarían y negociarían el precio de cada libro. Mis insinuaciones, que les sonaron a insolencias, respecto al castigado margen de ganancia que me ofrecían se encontraron con un rápido reproche que aludía a la víspera de la Navidad, a la oportunidad de vender sobre el principal eje vial de la zona y a que todo dependería de mi “madera de vendedora”. En compensación se ofrecieron a darme algunas guías para que yo pudiera conseguir mi propio puesto.

El puesto donde vendo le pertenece a Alejandro. El hermano menor, Pablo, es mi compañero de ventas, y sólo trabaja los fines de semana a cambio de una módica paga que le permite costear la preparatoria abierta, aunque en realidad los ingresos del puesto, que oscilan entre los mil y mil doscientos pesos diarios entre semana, y los mil quinientos y dos mil los fines de semana, solventan los gastos de cuatros hermanos.

Pablo me cuenta, con un dejo de orgullo, que su hermano fue de los pioneros en el Eje Central (ya ni quién se acuerde de San Juan de Letrán). Hace cerca de doce años Alejandro “se plantó y se apañó” un espacio de cuatro por dos metros. Tenía pocos vendedores vecinos y, al incursionar en el mercado de libros, la competencia en los alrededores era nula. En ese entonces vendía libros nuevos –no da mayores señas de sus proveedores– y algunos libros usados “de calidad”. Hoy también vende “libros clonados” –de excelente factura, por cierto– cuyo abastecedor principal le surte in situ los lunes por las mañanas. En ese entonces, afirma Pablo, no había que pagarle a nadie. De vez en cuando su hermano “se mochaba con una feria” con los policías de la zona, y nada más.

Las cosas empezaron a cambiar cerca de 1999, cuando las agrupaciones de vendedores comenzaron a engrosar sus filas y los líderes empezaron a adquirir mayores atribuciones y canales de acceso directo a las autoridades. Cuando esto empezó a suceder, Alejandro se vio obligado a aceptar que le arrancaran ciertas concesiones. Las más importantes: reducir en un metro su espacio y comenzar a pagar una cuota diaria.

Las cuotas diarias dependen del número de lozas –tres pies cuadrados aproximadamente– que ocupa un puesto: diez pesos por unidad. Los pagos se hacen, independientemente de que se ocupe el lugar o no, de lunes a sábado; el domingo sólo paga el que se pone.

A Alejandro no le quedaron muchas opciones: o se “mochaba” o lo sacaban. Finalmente logró mantener un espacio bastante amplio en comparación con el resto de los ambulantes y, más importante aún, logró que no le cobraran la cuota fija por uso de suelo. Y es que, además de la cuota diaria, “la delegada” (a quien llamaré Blanca, y que controla dos importantes cuadras a ambos flancos de Eje Central) cobra por la apropiación del suelo un monto inicial de algunos miles de pesos.
Pablo calcula que el de ellos anda en los treinta mil pesos, porque el de su vecina –que vende armas blancas y pistolas de bajo calibre–, es considerablemente menor que el de ellos y le costó quince mil pesos.

Si bien es cierto que no le complacen estos cobros, dentro de “los beneficios” que encuentra está que le respetarán el derecho de venta sobre su puesto, pues, una vez que se ha pagado el uso de suelo, se puede decidir “subarrendarlo”, revenderlo o heredarlo, y, en caso de que haya problemas con “la tira”, la delegada ayuda “porque es su obligación”. El círculo clientelar perfecto: trabajo y apoyo legal a cambio de la certeza de ser representado y protegido. Pablo interrumpe la plática y discretamente me señala que la delegada anda por allí.

Blanca está recargada en la puerta lateral de una plaza de videojuegos. Es una señora robusta, de pelo entrecano, que debe rondar los cincuenta y tantos años, aunque la ropa de hombre que usa le agrega edad y rudeza. Hay que observar cuidadosamente para que, dentro del ajetreo de Eje Central, ella y sus muchachos se destaquen. No se mueve de su posición y, uno a uno, los vendedores ambulantes se le acercan y cubren sus cuotas. Anota sus nombres en una libreta y, en los casos en que debe dar cambio, saca un fajo de billetes del bolsillo trasero de sus pantalones Leevice –la marca es congruente con su trabajo–, o hurga en su cangurera (que de pronto parece una continuación de su pronunciado vientre) en busca de la moralla o los billetes necesarios. Blanca va resguardada por tres muchachos que se acercan a los puestos a verificar que la mercancía en venta sea la autorizada. Se le acercan, le murmuran algunas palabras, ella asiente y en algunos casos los premia con unas cachetaditas.

Justo cuando están por irse intento acercarme a Blanca y de inmediato dos de sus guaruras me cierran el paso: “dos palabras con la delegada”, pido en voz alta para que ella pueda escucharme. Intercambian miradas entre ellos y me abren el paso. La “delegada” camina de nuevo hacia la plaza de videojuegos, asumo que debo seguirla. Aunque trato de encararla ella prefiere mantenerme hombro con hombro, así que un poco al aire, un poco a ella y sin presentaciones de por medio, suelto las que de ninguna manera podrían ser sólo dos palabras: “Jefa, me dijeron que usted puede conseguirme un puesto aquí.”

Lejos del rotundo y seco “no” que me esperaba, seguido de un interrogatorio incómodo, Blanca sólo pregunta mi nombre y a continuación, con tono protector, me dice: “Uy m’hija, aquí en el Eje está cabrón, ya no cabe nadie, mira –y con una mano recorre su comarca–: si ando cuidando que estos cabrones no se den en la madre y no se hagan competencia entre ellos. Pero búscame mañana en la calle Delicias, porque voy a empezar a repartir otras calles. Yo no te voy a dejar sin trabajar, sólo tienes que chingarle y echarle muchas ganas.”

Dicho eso, confirma que la encontraré al día siguiente donde ella ordena. Reitero mis intenciones y parece que nuestra cita está cerrada: me extiende la mano. Inevitablemente pienso en la novela de Mario Puzzo y estoy a punto de besarle el anillo, pero me contengo: nos despedimos con un apretón.

Cuando regreso con Pablo y le cuento sobre mi cita, él sonríe de medio lado y me pide que no confíe demasiado en obtener un puesto de buenas a primeras. Aunque concluye que todo dependerá de “la lana que pueda aflojar”.

Blanca omnipresente
Al día siguiente, diez minutos antes de la cita con Blanca, llego a la calle Delicias.
Es domingo y, pese a lo avanzado de la mañana, el comercio informal ya se despereza. En grupos de dos o tres, los comerciantes entran al número 4 de la calle Delicias, el cual hace las veces de bodega. Allí, como en el resto de las calles del centro, hay una bodega que, por quince pesos la noche, alberga el precario mobiliario y las mercancías de los comerciantes de la zona.

Blanca es bastante bien conocida en los alrededores: todos a quienes pregunté por ella la conocían, y todos insistieron en que los rondines de cobro e inspección le dan a su día un itinerario movido que la hace difícil de localizar.

Después de casi hora y media de espera una de las vendedoras de las afueras del metro Salto del Agua se me acercó y me dijo a bocajarro, como si nos conociéramos: “La delegada ya te vio, pero dice que te ve al rato porque ahorita anda en otros bisnes.” Agradecí el mensaje y me dirigí, con la inevitable sensación de que me espiaban, rumbo a mi puesto sobre el Eje Central. El que Blanca sea difícil de localizar no significa que la misma dificultad opere a la inversa.

La banda
La dinámica entre el puesto de Alejandro y sus vecinos es casi amigable. La paranoia se ha convertido en reserva, hablan poco de cuestiones personales y casi la mayor parte del tiempo los unos y los otros se preguntan sobre el monto de la venta realizada. La respuesta nunca es concreta y es necesario sortear toda clase de evasivas para obtener algún dato fidedigno. Al margen de este ambiente de verdades a medias todos confían en “la banda” para atrapar a algún ladronzuelo que quiera pasarse de listo entre los puestos de la cuadra. Pablo se siente seguro, nunca le ha tocado con los libros, pero ha visto cómo un chiflido basta para que “la banda se desdoble y madreen al que se quiera hacer el vivo”.

Los amigos de Pablo y de “el Libros”, como apodan a Alejandro, son Hugo y Román. Hugo es el “vivillo” que le tira a la grande, y de entre los muchos negocios de los que se precia, el que más le reditúa hasta ahora es el haber corrompido al personal de una tienda de celulares que le vende equipos etiquetados originalmente para reposición. Hugo ambiciona piratear los equipos de telefonía celular; dice saber que es delito federal y que el cuerpo de abogados de Slim no le dará cuartel, pero, listo como se cree, concluye: “Como no los vendería sólo en el DF, sino los movería por todo México, stá más cabrón que me la apliquen.”

Román es dueño de dos puestos sobre San Juan de Letrán, uno de ropa interior y otro de películas. Él pertenece a la Asociación Cívica Comercial de Teresa López Salas, “apoyada por el PRD” (Román es el primero que habla del vínculo PRD–ambulantes). Él me cuenta que por conocer a Diego, hijo de Teresa López Salas y delegado del tramo de Eje Central entre las calles de Artículo 123 y Victoria, no tuvo que pagar uso de suelo. A diferencia de los comerciantes tutelados por Alejandra Barrios y administrados por Blanca, ellos pagan quince pesos por loza, y cada tres semanas son citados a las siete para limpiar el suelo (aunque él prefiere pagarle un tostón a algún chalán para que limpie por él).

Sobre su puesto de películas Román está bastante decepcionado, pues no sólo debe pagar una cuota extra de veinte pesos al día, sino que tiene prohibido colocarse sobre el Eje Central, dado que éste está reservado para Diego y su familia. Además, los operativos policiales lo tienen harto, y aunque se suceden cada dos o tres semanas, y la gente de Diego les avisa con tiempo de sobra para guardar la mercancía, es una “chinga montar y desmontar el puesto”, sin tocar el tema de la creciente competencia en este mercado.
Pese a ello, acepta que deberá seguir en ello por lo menos unos meses más, pues no hace mucho armó un quemador de películas (veinte películas en una hora) en su casa y quiere recuperar lo invertido.

Antes de que se volviera “independiente”, Román compraba las películas al mayoreo en Tepito por ocho pesos. Ahora las compra al menudeo y hace su propio negocio. Me cuenta de sus costos como independiente: 2.50 pesos el DVD –“… es DVD de calidad, no le metes cualquier cosa a tus clientes”–, un peso la caja y sesenta centavos la portada. Y para hacerme atractivo el negocio me ofrece, de estar interesada en unirme a las filas de vendedores de películas piratas, quemarme por noventa centavos cada copia. “Te va a costar cinco varitos cada negocito, chula.” Le agradezco la oferta y le prometo pensar seriamente en el trato.

Alejandro, los fines de semana, sólo pasa de vez en vez por el puesto de libros. La mayor parte del tiempo lo ocupa en surtirle los materiales necesarios: algunos libros de metafísica y superación personal que consigue sobre Donceles; papel celofán para envolver los libros y lijas para acicalar los lomos amarillentos, producto de largas horas de exposición al sol. También hace labores de investigación y coteja los precios de sus mercancías con los de las librerías establecidas, porque, aunque son pocos los libros que tienen marcado el precio, siempre es bueno saber cómo anda la competencia.

En nuestro puesto no esperamos el regateo, al primer signo de duda por parte de nuestros clientes contraofertamos, que el regateo venga después. Usualmente al primer precio que anunciamos le sigue, segundos después, una reconsideración monetaria que, por lo general, le permite al cliente ahorrarse entre cinco y diez pesos del costo inicial. En algunos casos, y sólo cuando la mercancía lo avala, se me ha instruido para que use un argumento contundente: “el libro es original.” Y no sólo funciona, sino que nadie se escandaliza por el razonamiento derivado de que, si este libro es original, el otro, más barato, no lo es. Un cliente se halla en esta situación, ha elegido dos libros, pero sólo uno de ellos ha dejado de ser regateable porque “sí es original”. La lógica del consumidor de las calles es delirante: aunque ambos volúmenes están envueltos en celofán, abre inmediatamente después de entregar un billete de doscientos pesos el libro de originalidad dudosa y lo ojea (Pablo ni se inmuta). Después de esta veloz inspección lo cierra SATisfecho, recibe su cambio y se marcha seguro de su buena compra.

En una de las rondas de Alejandro, está platicando con nosotros Román –el vendedor de videos piratas. El tema de la plática gira entorno a la “cuota navideña” que deben pagar. Ni uno ni otro quieren confesar lo que habrán de desembolsar, supongo que ambos temen amargarse con saber que el otro ha logrado mejor trato. Román se va por el lado de las bromas y se marcha. Alejandro me confiesa que su discreción se debe en buena medida a que todos aquí “son bien chismosos y envidiosos”; además, Román es amigo de un “delegado” y uno debe andarse con cuidado con él.

Con más calma y un poco más desenvuelto, Alejandro vuelve al tema de lo que cuesta mantener un puesto. Me confía que, dentro de las cuotas que deben pagarse, está, como ya había traído a cuento Román, la “cuota navideña”, que para él asciende a seiscientos pesos, mismos que debe cubrir antes del 24 de diciembre (los comerciantes de las películas, de nueva cuenta, deben cubrir una cuota adicional, por ser el negocio más redituable); además, debe cooperarse con una botella para los de la Delegación política, y con un juguete para que la misma demarcación se adorne donándolo a las zonas marginadas.

Esta última situación le da risa, pues cuenta que ellos viven en una de estas zonas marginadas y que cada año tocan a su puerta para invitarlo a la verbena con la que la Delegación, generosa, hace reverencia con sombrero ajeno.
De igual manera, asiste año con año. Llega muy temprano con sus sobrinas y, si bien nunca le ha tocado el juguete que él aportó, sí le toca algo de “lo mejorcito” que la banda entrega.

Aparte de este “apoyo navideño”, Alejandro me cuenta que han debido asistir a algunas marchas organizadas por el PRD (desafuero, algunas cuando lo de los campamentos y lo de la Convención; para el 20 de Noviembre no recibieron instrucciones). No les pasan lista, pero a manera de amenaza velada los exhorta a asistir porque, si no, “el gobierno” [GDF] ya no va a poder seguir apoyándolos. Cuando participa en estos eventos –cuenta– debe comprar la playera del momento a unos treinta pesos, y en ocasiones, aun habiendo pagado por ella, debe devolverla para que se ocupe en otra marcha.

Retomo con Alejandro mis inquietudes para conseguir un puesto. Un poco más pesimista que su hermano, duda incluso que Blanca, en plena época navideña, tenga calles que repartir. Su hipótesis es que Blanca sólo quiere “sondearme” para ver qué tan interesada estoy. Alejandro aventura algunos escenarios sobre los que puede girar la propuesta de “la delegada” –todos aplicables después de las ventas de día de Reyes. Si logro juntar cerca de veinte mil pesos, podrá darme un espacio inmediato por las calles de Salto del Agua; con un poco menos recursos, cerca de siete mil iniciales y la cuota de rigor correspondiente, calcula que pueda ocupar a lo largo de la semana los espacios de los comerciantes que no se presenten a la jornada laboral; en un escenario menos cómodo, Blanca me venderá un lugar para “torear” –son toreros los que no tienen un puesto fijo y deben escabullirse o “torear” a las autoridades–, lo cual, y dependiendo de la ubicación, puede implicar el pago de entre tres mil y cinco mil pesos. Me advierte que en estos “no puestos” el riesgo es que, si te levantan las autoridades, “sí te levantan”; los poderes de la delegada no amparan a este tipo de vendedores, aunque por setecientos pesos ella puede conseguirte un radio para recibir el pitazo con tiempo suficiente respecto a los operativos. En el peor de los casos, lograré un lugar como “ambulante” en sentido literal, esto es, ir de un lugar a otro sin tener asiento fijo a lo largo de las calles que la señora delegada decida.

Cuando Alejandro me habla de “los toreros”, afirma que la mayor parte de ellos no sólo son dueños de algún local dentro de las plazas comerciales del centro, sino que también trabajan puestos semifijos en la vía pública: la informalidad de la informalidad. Aunque Alejandro lo ve desde otra perspectiva, ciertamente empresarial: “la idea es estar más cerca de los que compran”, y me ejemplifica su punto con el caso de su amigo Eduardo, quien tiene un local en la plaza de Argentina 33, dos puestos sobre el Eje Central y, de vez en vez, manda a sus “chalanes” al Zócalo a que “toreen”. Alejandro no ve en esta práctica un autosabotaje sino un negocio de nichos diversos.

Tocado el tema de las plazas comerciales, le pregunto a Alejandro si él y los suyos no estarían interesados en transitar hacia la formalidad. La idea está lejos de disgustarle. Simplemente ve imposible que las autoridades y “los delegados” –que para todo fin práctico son las otras autoridades– sumen ánimos y recursos para formalizar el comercio de todos.

Pese a que Alejandro comercia en la vía pública desde hace más de diez años, desconoce la existencia del Programa de Reordenamiento. Por otro lado, cierto es que de poco le serviría conocerlo y adscribirse a él: solamente lo pondría frente al dilema de decidir a quién pagar cuotas, a intermediarios como Blanca o a sus propios inspectores delegacionales.

El reloj de la Torre Latinoamericana marca las siete de la noche. A lo lejos se vislumbra la comitiva de cobro y revisión de Blanca, pero en esta ocasión sólo vienen sus muchachos. Cuando llegan al conocido punto de cobro uno de ellos se me acerca y, cumpliendo su encargo, me dice: “la delegada dice que ahorita está pelón, que la aguantes a enero y segurito te da espacio, no te va a dejar sin chambear”. Alejandro, feliz de haber atinado en sus especulaciones, me mira y me llama. Es hora de desmontar nuestro puesto. Repartimos las ganancias y encimamos las cajas en el diablito que guardamos en la bodega. Propone un último volado, y con un águila me gana los quince pesos para pagar la bodega. Una cuota más. La última del día.

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BIENVENIDOS A TEPITO
de Cynthia Ramírez
Publicado en Letras Libres, noviembre de 2007.

Llegar al barrio bravo
El calor es sofocante y el sexto vagón del metro de la línea B –de Ciudad Azteca a Buenavista– va repleto de gente que, con bolsas, maletas y cajas cargadas de fayuca, espera ansiosa la siguiente parada para tener un respiro de aire menos viciado y expandir algunos milímetros los linderos del espacio vital. En la estación Tepito las puertas se abren y varias decenas de personas salen en bloque.
Recuperada la individualidad, afianzadas las mercancías y resguardadas las carteras, uno piensa que, ahora sí, se está listo para encarar el barrio bravo. Pero no hace falta salir de los túneles del metro para que Tepito haga gala de su áspero ánimo: el ícono de la estación –un guante de box– es una mezcla de memorial, homenaje y advertencia de que usted ha llegado a la tierra del luchador.
Adentrándose en ella, entre las calles de Aztecas y Caridad, un pasillo de no más de medio metro de ancho, entre vendedores de relojes de imitación, conduce al Centro Deportivo Tepito, mejor conocido como El Maracaná, por el campo de futbol que alberga y es testigo tres días a la semana de aguerridos encuentros entre los equipos del barrio. A un costado de la cancha, el gimnasio José “Huitlacoche” Medel hospeda el cuadrilátero donde, dicen, nació la fama brava de Tepito. Aquí, de lunes a sábado, por 35 pesos al mes, decenas de hombres y algunas mujeres aprenden a boxear. Los más jóvenes aspiran a exhibir algún día sus dotes pugilísticas en la Arena Coliseo; otros asisten buscando consolidarse, bajo la dirección de Raúl Valdés, como boxeadores profesionales, y la mayoría acude para aprender a “levantar las manitas” y defenderse.
Los ánimos a lo largo del entrenamiento son grandes y elevados, pero nunca violentos. El código del ring dicta: “con la fuerza que pegues serás golpeado” y, sintiéndose todos compañeros, nadie pierde el control de sus puños. Incluso en el ring le sorprenderán Daniel y Adolfo Landeros (profesional de diez rounds) por la consideración que prestan a las combinaciones de golpes y defensas.
Si usted llega en punto de las seis de la tarde, mientras los pugilistas se duchan al final del entrenamiento, Valdés aceptará gustoso contarle sobre la debacle del box en Tepito. Para él el box constituyó durante mucho tiempo una válvula de escape y una garantía de ingresos y ascenso social en el barrio, pero la creciente comercialización de fayuca dio a los vecinos de Tepito una vía menos dolorosa de allegarse recursos. Aun así, está convencido de que lo que el barrio necesita es un campeón mundial (el último fue Bazán hace ocho años) para volver a encumbrar el box.

Confesiones de un cantinero

Ubicados en las calles de Jesús Carranza y Bartolomé de las Casas están La Guadalupana y el Salón Modelo, vinatería y cantina que operan en manos de la familia Ñáñez desde 1926.
Enrique Ñáñez, hombre regordete de poco y cano cabello, de unos setenta años, atiende de lunes a domingo la vinatería. De no ser porque cada tanto entra un hombre a comprar una cañita de diez pesos o una anforita de anís de veintitrés, uno pensaría que el establecimiento dejó de funcionar hace años y que don Enrique sólo levanta la cortina diariamente, en punto de las ocho de la mañana, como parte de un ritual de socialización. Los días de gloria de La Guadalupana, cuando todavía se vendían semillas, leche y huevo, han quedado atrás.
Don Enrique recuerda con nostalgia el barrio en que creció y crió a sus dos hijos. Aunque los ingresos que generan la vinatería y la cantina le hubieran permitido salir de Tepito con su familia, jamás ha tenido razones de peso para hacerlo, menos ahora que, habiendo sus hijos formado sus propias familias, a don Enrique sólo le quedan las amistades del barrio. Pero el arraigo y el afecto que tiene por él no lo engañan y resignado acepta que las costumbres de Tepito cambiaron a partir del terremoto de 1985. El sismo mató a muchos y alejó a otros tantos dejando el barrio en manos de desconocidos. “No, no estoy amarrado al barrio. Me iré cuando me muera o cuando el último de mis amigos haya muerto. No antes”, concede apesadumbrado.
No hay razones para apresurar la despedida. Sólo en una ocasión ha sido víctima de un acto de violencia, cuando hace cinco años un par de muchachos, que don Enrique no conocía, exigiéndole dinero tuvieron que conformarse, a falta de éste, con un par de botellas de ron. Los ladronzuelos pedían como parte del botín refrescos fríos. No los tenía y sin pensarlo los refirió a la tienda del “Jarocho”, a quien minutos después mataron “por un par de cocas frías”. Desde la muerte del “Jarocho”, cuando hace las de cantinero en el Salón Modelo, donde no se permite la entrada a “señoritas”, se da a la tarea de calmar los ánimos de borrachos desmemoriados e impetuosos.
Para él el confesionario y la barra de una cantina juegan papeles de igual importancia y la frase de “para el cura y el cantinero las confesiones son sagradas y secretas” será la respuesta a cada pregunta en que don Enrique intuya una indiscreción.
Pero el secreto de confesión de que es depositario tiene sus límites y está dispuesto a quebrantarlo para traer desde lejanos rincones de la memoria la historia de dos robos célebres en el barrio, causa de orgullo por “los buenos ladrones” de antaño.
Cuenta que cuando el gobierno de Adolfo López Mateos realizaba los preparativos para recibir la vista de John F. Kennedy (en junio de 1962), Herrick Hubbard, un agente de la CIA, se hospedó en el Hotel del Prado (que fue demolido tras el temblor del 85) para afinar los últimos detalles de la logística del viaje. Una mañana, cuando Hubbard caminaba por el vestíbulo hacia la salida del hotel, chocó con Carlos, carterista de una finura irrepetible. El breve encuentro no había sido casual, y el empujón, entre la sorpresa, la confusión y las disculpas, bastó a Carlos para tomar la cartera del agente. Uno sólo buscaba dinero para pagar la primera comida del día; el otro se le atravesó en el camino. Cerca del mediodía, mientras Enrique atendía la barra de la cantina, llegó Carlos, visiblemente perturbado. Fiel a sus labores de confesor, Enrique inquirió sobre el malestar de su cliente. Carlos prefirió ahorrarse las palabras: de la chaqueta sacó la billetera robada. Don Enrique aún recuerda la impresión que le causó la placa que “parecía de oro”. Temerosos de que las relaciones México-Estados Unidos se vieran afectadas, decidieron llamar al hotel y reportar el incidente. Carlos devolvió la cartera a Hubbard quien, apenado, se deshacía en felicitaciones a las diestras manos del carterista. Como recompensa, éste pudo conservar los dólares.
La otra que cuenta don Enrique tiene lugar en los años setenta, cuando el “Carrizos” y el “Niño Narciso”, famosos ladrones del barrio, desaparecieron durante algunos meses. Un día, mientras Enrique servía los ajenjos y rompopes que en su casa se preparaban, llegaron, discretos y silenciosos, ambos bribones. Todos en el Salón Modelo guardaron silencio y los siguieron con la mirada hasta que llegaron al final de la barra. Enrique les ofreció el primer trago. El silencio era casi total, sólo se escuchaban las gargantas nerviosas humedecidas con aguardiente. “¡Carajo, muchachos, nos tienen con el Jesús en la boca! ¿Dónde se han metido?, ¿qué les ha ocurrido?”, preguntó Enrique haciéndole un favor a su curiosidad y a la de sus clientes. Y en eso “el pinche ‘Niño Narciso’ se suelta a carcajadas y empieza a gritar: ‘Nos chingamos al preciso, nos chingamos al preciso’.” El “Carrizos”, sobrado de sí, les relató que meses atrás habían logrado colarse a la casa del entonces presidente Luis Echeverría, en San Jerónimo, para robarle “dos que tres pendejaditas”. Pudieron entrar sin ser detectados, pero a la salida fueron capturados por el Estado Mayor Presidencial. El “Carrizos”, ante la audiencia cautiva del Salón Modelo, narró un diálogo imposible entre ellos y el EMP, repleto de groserías y halagos mutuos. Finalmente, la guardia presidencial reconoció su casi artística propensión al hurto y con un par de palmadas en las espaldas los despidió de San Jerónimo, aconsejándoles no dejarse ver por un tiempo. La cantina estalló en vítores hacia los ladrones. “Estábamos tan orgullosos de los nuestros que esa tarde los muy hampones bebieron gratis”, relata don Enrique.

Cuando el barrio se levanta
Si usted planea un viaje a Tepito es aconsejable llegar cerca de las ocho de la mañana. Así no sólo podrá despejar su ruta sino que tendrá oportunidad de ver cómo se despereza el barrio. A estas horas de las bodegas salen cientos de armazones, los comales se calientan, el café y las migas (potaje preparado con agua, chile ancho, huesos de res y cerdo y al que, como toque distintivo, agregan trozos de bolillo) hierven esperando a los primeros transeúntes. El ambiente es un festín de ruido metálico y olor a grasa quemada.
Si cruza un saludo con los puesteros o ventila algunas dudas sobre su ubicación, no se sienta extrañado si a bocajarro, como si lo conocieran, lo alburean. Trate de pensar en las posibilidades del juego de palabras y siéntase abiertamente retado a un duelo de albures. Pero sobre todo no albergue muchas esperanzas de salir victorioso de ese combate verbal.
Miguel, un vendedor de discos pirata, confirma que sí, sin duda asaltan a los que “se apendejan” y que muchas veces ni siquiera se necesita una arma. Él lo ha hecho y “es pura presión de la mente, les llegas por atrás y te los bailas con el choro”, pero también sabe que la fama de que en Tepito asaltan no conviene a nadie, pues ahuyenta a la clientela. Así que el protocolo entre comerciantes es cuidar, por lo menos dentro de su puesto, a sus clientes. Pero la protección que los comerciantes ofrecen depende de la cantidad de dinero que sus mercancías atraen. Por ejemplo, los vendedores de relojes, alrededor del Deportivo Tepito, ofrecen un espectro de seguridad más amplio: sus principales compradores son escoltados, hasta la puerta de sus coches, por gente de la zona.
La contraparte es que muchas asperezas entre puesteros se liman llevando a la ruina al contrincante, asaltando de manera sistemática a todos sus clientes. En Tepito ser asaltado o no depende tanto de la ingenuidad, el descuido o la ostentación del cliente, como de a quién y qué le compra.
Otro método preferido de asalto es mediante motonetas, vehículo común de transporte por las calles de Tepito; en términos de tránsito resulta poco práctico pues la cantidad de peatones y comercios acota los límites de velocidad. Pero a pesar de todas las complicaciones las motonetas son efectivas para despojar a los peatones de sus pertenencias y acelerar una cuadra para entregar el botín a un cómplice. Con ello logran disfrazar el delito.

Un narcomenudista temible
El “Enterrador” nació y vivió en la vecindad ubicada entre las calles de Tenochtitlán 40 y Jesús Carranza 33 hasta el 14 de febrero de 2007, fecha en que el GDF emitió un decreto de expropiación por motivos de “utilidad pública”.
En Tepito la venta de pequeñas dosis es sumamente redituable. Cigarrillos de mariguana en veinte pesos y puntos de crac por quince: son precios accesibles que crecen exponencialmente el mercado de consumidores pues “hasta el más jodido tiene veinte varos para ponerse”.
El “Enterrador” es un intermediario entre los vendedores de mariguana, cocaína y crac y los consumidores. Su negocio consiste en tomar la orden del cliente, cobrar por adelantado y hacer la transacción con el vendedor principal. Los intermediarios como él cumplen una función doble: por un lado, evitan al “choncho” convertirse en un rostro conocido para cientos de consumidores menores; por otro, le ahorrarán a usted, en caso de estar interesado, un mal rato al ser amedrentado por la escolta de estos vendedores. A esta doble labor corresponde también una doble paga: el “Enterrador” recibirá una comisión por parte del distribuidor y otra que logrará sacarle a usted entregándole menores cantidades de droga o pidiéndole más dinero por la mercancía.
La fama del “Enterrador” no es muy buena. Nadie se aventurará a darle una explicación de cómo se ganó ese mote. Si el apodo le trae a la mente a los peones que, después de haber recibido el toro la estocada, dan vueltas a su alrededor para acelerar su muerte, no estará tan errado, pero por supuesto nadie confirmará nada y tampoco nadie lo desmentirá. Sin embargo, la gente que lo conoce se sentirá un poco más libre para quejarse sobre la calidad de la mariguana que él vende: “Al barrio puro coquito, las colas chidas se las guardan para Polanco”, lamentarán los consumidores del barrio.

“Van a ver a Tepito arder”
El 16 de marzo cerca de mil tepiteños formaron el Foro Abierto Tepito (FAT) para “echar abajo el plan de Marcelo Ebrard-Slim que pretende expulsar a casi treinta mil gentes del barrio”. La consigna de los foristas es poner un alto a “los grandes capitales nacionales y extranjeros que buscan despojarlos de sus casas y lugares de trabajo”.
El foro nace dividido: por un lado se encuentran los 63 líderes de comercios ambulantes y sus agremiados y, por otro, quienes se asumen como “tepiteños de verdad, sin banderas políticas”. Unos y otros se acusan de encender los ánimos del barrio para con ello justificar los operativos que, aseguran, el gobierno de la ciudad tiene previsto implementar dentro de poco para desalojar la zona. Los vecinos están convencidos de que la expropiación del 40 de Tenochtitlán fue el comienzo de un gran proyecto de transformación urbana que acabará con Tepito y sus tepiteños. Y peor aún, están casi seguros de que Ebrard pactó con los líderes de ambulantes la rendición del barrio.
Irma y Pedro se reúnen diariamente en las asambleas abiertas que el FAT organiza sobre la calle de Bartolomé de las Casas a las diecinueve horas y aseveran que el barrio bravo no hizo gala de su fama el 14 de febrero pasado, fecha de la expropiación, por dos razones; la primera fue que el operativo, al llevarse a cabo en la madrugada, los tomó por sorpresa y, la segunda –posiblemente la decisiva–, que los vecinos están hartos de las mafias que se habían apoderado de esa vecindad y que los mantenían en un incómodo estado de alerta; por eso, sólo por eso “no ardió Tepito el día del amor y la amistad”.
La gente de la generación de Irma y Pedro, que deben rondar los cincuenta años, se expresa en el mismo sentido: “Apoyamos que saquen a los malandrines del barrio, pero que no paguen justos por pecadores.” Acusan al gobierno capitalino de iniciar una “ofensiva discriminatoria en contra de los habitantes de este barrio en su afán de entregar su territorio a empresarios nacionales y extranjeros”. Para ellos la estrategia de expropiar predios en la zona por motivos de “utilidad pública” es una salida fácil por parte de las autoridades.
“¿Si ya saben quiénes son y qué venden, por qué no vienen y se los llevan? Nosotros también queremos vivir en paz.”
Los vecinos dejaron que los 5,600 metros cuadrados de Tenochtitlán 40 y Jesús Carranza 33 fueran tomados por las autoridades, porque pensaban que con eso se mandaba una señal de escarmiento a los vendedores de drogas y armas. “Tepito no cargaría más con culpas ajenas”, aunque eso les costara a 73 familias, que al parecer no tenían nada que ver con las actividades ilícitas de la vecindad, perder sus casas.
Pero los vecinos ahí reunidos temen que la “no acción” por la que optó el barrio ese día se lea de manera equivocada y el gobierno decida que es más fácil arrasar con el barrio que diferenciar el grano de la paja. En ese caso, advierten, “van a ver a Tepito arder”.
Irma y Pedro acusan de apatía y confabulación a las autoridades, “pues no es ningún secreto que en el 6 de Jesús Carranza o en el 78 de Peralvillo se venden drogas y armas”. ¿Por qué no se detiene a estas personas? Nadie lo sabe y su libertad sólo fortalece las sospechas y temores de los vecinos de que esos grupos tienen comprada la impunidad gracias a sus “padrinos judiciales”.

Asesino sin censura
El mostrador de la recepción de la agencia número uno del ministerio público ubicada a unas cuadras del metro Tepito luce vacío. Al fondo, detrás de los cubículos, se oye el barullo que un grupo de cinco policías arma sin reparo. Esperando en el mostrador, el “San Quintín” (apodado así por los cuatro años y medio que pasó en esa cárcel californiana), un hombre calvo, delgado y correoso, con un escandaloso derrame en el ojo izquierdo, enmarcado con accidental simetría por un par de costras, se muerde inquieto los labios.
Desde su puesto de tenis en la contraesquina del MP ha visto que han traído a “una rata por andar de pedo” y ha venido a toda prisa con la esperanza de que sus amigos “licenciados” o los de la AFI le den permiso de “recetarle un masajito” a aquel pobre tipo, con quien, dicho sea de paso, “ya se ha dado sus trompos en el pasado”. Después de varios minutos, los policías sacan a empellones al borracho y haciendo caso omiso de preguntas y peticiones cruzan la Plaza del Estudiante; entre teporochos y mendigos doblan en la primera esquina y se pierden de vista.
El “San Quintín” habla sin censura alguna de sus portentosas heridas. Las más frescas, con la sangre aún por coagular, son el precio de la infidelidad, ganadas al tratar de impresionar con una motocicleta a su amante. Después de algunos detalles no solicitados sobre su frustrada vida marital y los sinsabores que ocho hijos con seis mujeres distintas a sus escasos 36 años le provocan, concluye que está “vivo de milagro”.
La palabra “milagro” le funciona como entrada para hablar un poco de su vida. Nació y creció en Tepito. Vendió “perico” muchos años, gracias al cual pudo hacerse de “buenas naves”, pero no fue sino hasta que empezó a viajar a Colombia con las suelas de los tenis vulcanizadas y repletas de “puro fajo de cien dólares” para pagar las drogas del barrio cuando empezó a “hacerse de varo en serio”. Como muchos vecinos de Tepito, el “San Quintín” es arisco y de ánimo temperamental para la charla y a más de dos preguntas al hilo responde con una interrogación inquisidora: “¿Eres policía?” Así que, restringida la sección de preguntas, las anécdotas de Colombia, su estancia en San Quintín y la venta de drogas en Tepito suceden a su contentillo, engalanadas con notas de astucia, valor y virilidad.
No sólo era un traficante. Por esos años también estudiaba contabilidad en la UNAM y se vio obligado a acabar la carrera pues era la única condición que su abuela le había impuesto para terminar de heredarle en vida dos puestos en el tianguis y dos locales más a las orillas de Tepito. Tras recibirse se dedicó de lleno al tráfico de drogas y a la venta de tenis, pero pronto descubrió, en los constantes viajes a San Diego, una veta igualmente lucrativa: el comercio de armas. Empezó a cruzar Colt Delta Elite de diez milímetros. Con una de estas pistolas el “San Quintín” se convirtió en un asesino y, sin un gesto de remordimiento, rayano en el cinismo, confiesa que “ya debe tres [vidas]”. Todas penosamente ridículas. La primera porque “el fulano no aflojó la nómina: pinches setecientos pesos”; la segunda “por andarse de pancheros con la que era mi vieja en ese entonces”, y la tercera “por pendejo yo, porque pensé que le había dado en las patas, pero le di en la vena de la ingle y se desangró”.
El “San Quintín” afirma que desde hace un par de años sólo vende “perico, piedra, chochos y mota a los cuates y, eso sí, tenis pa toda la ‘bandera’”. Pero además ofrece las pistolas Delta Elite, contactarte con quienes por cinco mil pesos “matan por ti” o investigan a alguien por diez mil. Extraña escala de precios en que es más cara la información que cobrarse la vida de alguien.

Templito, fierrito, pito…
Sobre el origen de la palabra Tepito existen varias versiones, aunque la mayor parte de ellas coincide en otorgarle una raíz etimológica que la vincula con imágenes de un templo o una tierra marginada de pequeñas dimensiones.
De acuerdo con el Diccionario de aztequismos de Cecilio A. Robelo, Tepito viene de teocali-tepiton que significa “pequeño templo, ermita o capilla”. En el Vocabulario en lengua castellana mexicana, fray Alonso de Molina la asocia a tepíyotl, “pequeñez”, o tepitóyotl, “cosa pequeña”; refiriendo que “era un barrio menor perteneciente a un barrio mayor”. Y Pedro de Urdimalas comenta que Antonio Caso hablaba de un tianguis de objetos usados a las afueras del mercado El Volador, al que llamaba “El Tepo” (otro nombre para el fierro). Este mercado fue trasladado a la plaza de San Francisco el Menor o Francisquito y, por el uso de diminutivos, “El Tepo” se habría convertido en “Tepis” y luego en “Tepito” (Centro de Estudios Tepiteños).
También están las explicaciones de corte “ancestral” que ven una analogía mítica e inexplicable entre las palabras “México” y “Tepito”, pues ambos vocablos “constan de tres sílabas y están pareadas sus tres vocales. Y este amarre no es casual”. Por último está la interpretación popular que atribuye el origen de la palabra “Tepito” a una anécdota conocida entre los vecinos. Cuentan que años atrás, cuando los policías se preparaban a realizar sus rondines de vigilancia, se proponían como estrategia de captura lo siguiente: “Si veo a un ratero te pito.” El número de veces que tenían que utilizar este pequeño instrumento de sonidos agudos –el pito– para anunciar la presencia de un granuja era tan numeroso que, poco a poco, el te pito se convirtió en señal de miedo, de resignación de las autoridades y de orgullo de los locales.

Las cifras del crimen
De acuerdo con la Dirección General de Estadística e Información Policial de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, en 2006 se reportaron trescientos diecisiete robos a transeúntes dentro del sector Morelos. De enero a mayo de este año los robos a personas que circulan por la vía pública suman ciento siete. La mayor parte de estos asaltos no son violentos, usualmente se llevan a cabo por medio de “el abrazo del diablo”, lo que significa que, si de buenas a primeras un desconocido te abraza, “ya te jodiste y vas sacándote tus chivitas”.
Según la SSP-DF, 32.6% de las denuncias de asaltos apuntan a las calles de Tenochtitlán y Jesús Carranza. Sobre esta última se detuvo a 18.43% de los 2,200 arrestados de la colonia Morelos durante 2006. También se recomienda evitar la calle Bartolomé de las Casas.
Procure no acudir los sábados, martes y viernes pues, de acuerdo con el Sistema de Información Policial, durante 2006, 16.2% de los delitos se cometieron en sábado, 15.4% en martes (día en que el tianguis descansa) y 15.3% en viernes. El mejor día puede ser un domingo (cuando sucede sólo 13.1% de los delitos cometidos) o un miércoles, cuando la posibilidad de ser víctima se reduce a 13.5 por ciento.
Entre ocho y nueve de la mañana, aunque habrá poco movimiento comercial, la probabilidad de ser asaltado en la vía será mínima, si acaso de veinte por ciento. Entre doce y cinco de la tarde la posibilidad de recibir el “abrazo del diablo” se multiplica, alcanzando hasta setenta por ciento si se decide por el horario de dos a tres de la tarde (véase la tabla).

Información práctica

• Ubicación: Tepito, en la colonia Morelos, está encuadrado por la Avenida del Trabajo, Reforma y los ejes 1 (Rayón) y 2 (Manuel González). El barrio se distribuye entre las delegaciones Cuauhtémoc y Venustiano Carranza y comprende tres distritos electorales.

• Población: Cerca de 38,000 habitantes, más diez mil personas que conforman la población flotante (comerciantes).

• Idioma: Español (oficial) y coreano (si usted está interesado en establecer relaciones mercantiles en la zona). Baste para avalar esta recomendación la denuncia que el año pasado hizo Víctor Cisneros, presidente de la Unión de Comerciantes del Centro Histórico, en que afirmó que “la mafia coreana” surtía mercancías de procedencia ilegal a cientos de líderes de vendedores ambulantes (63 para el caso de Tepito) y que algunas de las cabezas visibles de esta mafia estaban comprando negocios establecidos. Cisneros calculó, en ese entonces, en 2,500 el número de coreanos que trabajan y actúan de manera impune en las calles del oriente del Centro Histórico y en Tepito.

• PIB: A nivel nacional la economía ilegal representa veinte por ciento del Producto Interno Bruto y el comercio ilegal genera pérdidas anuales por 12,500 millones de dólares. En Tepito, irónicamente a sólo unas cuadras de la Procuraduría General de la República, se venden siete de cada diez productos pirata que se consumen en México.

• Fiestas: El 1º de noviembre se celebra la fiesta de la Santa Muerte (calle Alfarería número 12). El 8 de diciembre es la fiesta patronal del barrio.

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EL ARTE DE LA CALLE
Fabrizio Mejía Madrid

En la ciudad original los perros callejeros cogen a la vista de todos para engendrar una generación más que vivirá de la basura y la suerte. Terminarán sacrificados en el antirrábico o atropellados sin cesar hasta que ya son sólo una cáscara seca en el pavimento. Pero no en la ciudad pirata. Ahí los cachorros tienen una oportunidad de engañar, al menos por unos meses a sus amorosos dueños. En las manos de un falsificador, los cachorros son pintados con lunares y manchas de abolengo, su pelo es cortado a la justa medida, de tal forma que, a simple vista, pase por un ejemplar de raza pura. Los vendedores ambulantes te lo venden como una perra «akita» y, tras unos meses, te das cuenta de que lo que tienes es una «nakita». Con el pelo hirsuto, la cola levantada, las patas tembleques, el perro pirata libra con el engaño lo que de otra forma hubiera sido una batalla perdida contra la ciudad. Una vez en casa, con los niños encariñados, es imposible de devolver. Además, ¿a quién? El vendedor ambulante, que nos lo vendió en 100 veces más de lo que vale, ya ha huido.
Jorge Ramírez Espíndola había sido un boxeador como todos los que surgen y sucumben desde hace décadas en el barrio bravo de la ciudad de México, Tepito. Grueso y con la nariz aplanada por los golpes, se retiró del ring y aprendió el oficio de la manufactura y distribución de perros falsos. Casado con la líder del ambulantaje en el barrio, María Rosete, llegó la mañana del 19 de agosto del 2003 a la calle de Bolivia dispuesto a todo. Un grupo de 300 golpeadores de la Asociación Legítima Comercial de Alejandra Barrios había llegado desde la madrugada a ocupar la calle con huacales. Los vecinos de República de Bolivia, que presenciaron desde sus ventanas la invasión de ilegales de una zona hasta ese momento neutral, llamaron a las autoridades, pero también a María Rosete, la representante de la protección informal. De su lado había 100 golpeadores con cintas blancas en los antebrazos, cinturas o cuello, y palos. Los vendedores ambulantes de Alejandra Barrios llevaban una cinta roja, palos y una pistola. La batalla por Bolivia iba a comenzar y su despliegue sería, de muchas formas, pirata: no habría ni vencedores ni vencidos, sino que era una manera de medir fuerzas en el día que se inauguraba la primera plaza comercial para convertir a los ambulantes callejeros del Centro Histórico en sedentarios empleados tras el mostrador. Lo pirata, así, se desdoblaba hasta en el sentido que tendría ese combate: las guerras floridas de los aztecas.

Cada vez que salgo del metro Chilpancingo, de la Glorieta de Insurgentes, del Eje Central o de San Cosme, siento como si la ciudad se hubiera reducido al tamaño de un pasillo de un depto de interés social: una larga fila de puestos callejeros de compactos, relojes, DVD piratas hace un túnel con los comercios establecidos de videojuegos, tiendas de ropa, zapaterías. Todos tocan música, diálogos a todo volumen, gritan, anuncian. El ilegal de la calle es gritón porque sólo así se protege de la conciencia de que está haciendo un trabajo prohibido. El peatón entra por ahí y, entre dos bocinas logra, tras decenas de pasitos en fila india, salir a la siguiente calle. Una vez afuera del túnel, la ciudad hasta parece vivible. Es el efecto de estas ciudades interiores de lo informal: toman con estruendo las calles y el aire a su alrededor, como si la conciencia de su ilegalidad fuera compensada con cierto tufo de altanería, bastedad y estridencia. Son los monstruoso de la ciudad -si esto fuera pensable-, lo híbrido, lo desechado que jamás se esconde. Es más, se despliega, grita y se extiende.
Comprando un videojuego ilegal en el Eje Central, los vendedores comienzan a silbarse unos a otros. El vendedor recoge sus catálogos del suelo, me toma del brazo y me jala hacia una farmacia.
-Creo que no me entendió. Sólo quiero un juego, no un secuestro- le digo al vendedor, con la seguridad de que éstos ya inventaron el secuestro pirata: una amable invitación a evadirte de tu entorno a cambio de un dinero. Poco.
-Viene un operativo de la policía- me explica.
Varios vendedores y clientes terminamos dentro de la farmacia, cuyo empleado, con el hartazgo de la normalidad, pasa a cerrar la cortina. Quedamos ahí adentro todos, mirándonos esquivos, tratando de escuchar tras la cortina de metal el instante en que estaremos a salvo. Todos ahí, incluyendo el empleado de la farmacia, estamos cometiendo un delito y nos estamos escondiendo. La informalidad es una versión pirata del Big Brother: todo el mundo lo ve, pero nadie es expulsado.

El 19 de agosto, Ernesto Vargas Ruiz tenía apenas dos meses de haber salido de purgar una condena de cuatro años, por robo, en el Reclusorio Norte. Con el cabello pintado de rubio y una pistola en unan de las bolsas de la chamarra, se presentó a la batalla por Bolivia del brazo de los dos hijos transgenéricos de Alejandra Barrios, Marlene y Javis -son mujeres pirata, nacidos hombres y luego, falsificados-. Encargado de hacer las «colectas» por venta de protección, Ernesto Vargas se mantuvo expectante durante la gresca a palos, tubazos y puñetazos. A una señal, corrió frente a la Escuela 42, entre Argentina y El Carmen, sacó una 9 mm. y apuntó al bulto de la líder opuesta, María Rosete. Dos disparos. No miró atrás y huyó, protegido por un contingente de cintas rojas.
Mucho más tarde, por las noticias, se enteró de que jamás había asesinado a María Rosete, sino a alguien más. El falsificador de perros, el ex boxeador, había sido la víctima, el único bulto tras el cual María Rosete pudo ocultarse: su propio marido. El creador de perros piratas cayó en la entrada del edificio con un orificio a un costado, junto a una coladera, y ahí se desangró. También tarde, el asesino se dio cuenta hasta qué punto su disparo cambiaba la situación. Era tiempo de huir, de esconderse. Alguno de sus enemigos en Tepito, otros a quienes cobraba protección correrían a denunciarlo donde estuviera. Había iniciado la cacería, la suya.

Yo hubiera querido, ahora que el Sistema nos convoca al autoempleo porque no sabe qué hacer con tanto mexicano, a hacer a un lado las vergüenzas y, aunque mi familia no es de «las mejores», poner un puesto con tantos libros de mediólogos, chiapanólogos, narcólogos, islamólogos que se han ido acumulando en mis libreros. Tantos amigos poetas y sus versos en volúmenes delicados. Tantas discusiones modernidad/posmodernidad. Tantos otros sobre las caídas del Muro y las Torres Gemelas, la globalización y el nuevo orden mundial y de quienes ya leyeron a Norberto Bobbio y desean compartirnos sus alcances. Hay tanta inteligencia pirata que vender. Mi grito de batalla sería: «cualquier teoría a 10, y dos poemas por uno. Las biografías de la Primera Dama del Presidente se las regalo». Pero es imposible ponerse un mantelito en cualquier calle sin que, en menos de 10 segundos, un representante de alguna organización te pida explicaciones a empellones. Su estructura de organización es también pirata: copiando la jerarquía del PRI y de la ciudad de México, los ambulantes tienen «jefes delegacionales», «subdelegados», «jefes de unidad», «personal de seguridad» (los sicarios habituales les venden, a su vez, protección), «miembros en activo». Copiando, crean una confusión entre los vendedores sobre quién es el que cobra las cuotas, de dónde vienen los permisos para ponerse en la banqueta, cuáles son sus derechos, si son ciudadanos que votan por sus autoridades o miembros de una «familia» que actúan por sus lealtades. Si en algunas zonas del país, lealtad y voto se han separado, en el caso del comercio informal, la lealtad y el empleo siguen ligados. Los líderes de vendedores ambulantes, en su mayoría mujeres maduras que consolidaron su control territorial a base de «comadrazgos» y matrimonios, perpetran el mismo engaño que el de los perros: les hace ganar 100 veces o más de lo que ganarían simplemente por trabajar en las calles. Se habla de fortunas en manos de las familias Rico, Barrios, los Titos, los Aferrados, los Huerta Sánchez (la mafia de los ciegos y minusválidos) y los Rosete. Su mercancía es la protección frente a otras mafias, pero el nivel de sus fortunas les permite compra fincas en Acapulco, automóviles, viajar. Aunque la mayor parte tiene su área de control en el centro de la ciudad, hay casos como el de Alejandra Barrios cuya red se extiende a la Zona Rosa, las Glorietas de los Insurgentes y de Chilpancingo, la Plaza Tacuba del metro Allende, y aun a ciertos créditos con Banobras para comprar inmuebles y convertirlos en plazas comerciales. Como todo en la calle, Alejandra Barrios también tiene personalidades piratas. Puede llamarse Alejandra Richard de Jiménez o Alejandra Barrios de Gómez. Hija de la regencia de Ramón Aguirre y en ese entonces miembro del PRI desde finales de los años setenta, declara tener 10 mil afiliados en su organización, pero en temporadas de Navidad registra a menos de dos mil trabajadores ambulantes.
Alejandra Barrios llegó cerca de las 10 de la mañana a la batalla por la calle de Bolivia. A unos pasos del asesino material, es la mujer rechoncha de sesenta y dos años, con una nariz algo rara, como de cirugía plástica pirata, que da indicaciones, dirige los combates, los avances y las retiradas. Ese día, el 19 de agosto, sabía que sus golpeadores eran tres veces más que los de Tepito. Al darle la indicación a Ernesto Vargas para que asesinara a María Rosete, debió confundirse mucho. La veo en una foto que me regaló un ambulante de la Alameda Central de la ciudad de México, recostada en su enorme jardín de una finca en Guerrero, y no entiendo por qué debía de dar esa orden que la pondría, en horas, a salto de mata. Una líder millonaria que no se jubila después de tantos años, que es incapaz de perderse la gresca, que no resiste la tentación de, simplemente, dar una orden de vida o muerte. Al día siguiente, la viuda del falsificador de perros, María Rosete, dice en la televisión:
-Aquí estoy, Alejandra. Yo no me estoy escondiendo.
Dramatizada al máximo, la teatralidad pirata aflora como una última instancia: «nadie sale vivo de aquí».
Y no.

El féretro del falsificador de perros terminó paseando por el Zócalo -unos guantes de box colgando-, en medio del contingente de vendedores de Tepito. En el panteón, un anunciador de ring comenzó a gritar mientras la caja bajaba a su agujero en la tierra: «En esta esquina, la Muerte…» No se que estoy viendo. Las señales del encubrimiento pirata, con sus alias, su mercancías que se desbaratan o explotan de tan corrientes, sus estructuras copiadas, su lenguaje de que dejar la calle es como abandonar una identidad de la que, al mismo tiempo, es responsable la «situación», su idea de que el «único» trabajo posible es uno en el que pagas una cuota, no de «seguridad social», sino de «seguridad física», parecen, en el fondo, no tener más que sus propios giros inesperados. Un puro arte de enredos que nunca pretende encubrir lo que está a la vista: mafias ligadas a diputados, cuerpos de sicarios que protegen los negocios, líderes enriquecidos, comerciantes establecidos y empresas que reparten sus productos para la venta callejera, contrabando, diablitos en los transformadores de luz, aceite en el pavimento, tanques de gas en las esquinas, vendedores resignados, vecinos que prestan baños o refugio, señoras que venden comida corrida para las largas estancias de 10, 12 horas en las banquetas y, ahora, un muerto. Toda una economía paralela, a la vista. Y pensar que los expertos le llaman «subterránea».
Lo pirata es poner todo entre comillas: los nombres no se ajustan a lo que quieren nombrar. Las etiquetas no son las que dicen ser. Es una respuesta social a la televisión y las apariencias. Aunque no sea, lo importante es el efecto inicial: que de lejos, parezca. Quizás lo único que no sea pirata en esta historia es el propio ambulantaje. De lejos y de cerca es lo que ves.

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EL MISTERIO DEL PERICO, EL GALLO Y LA CHIVA
Fabrizio Mejía Madrid

Banda sonora: Mis tres animales de Los Tucanes de Tijuana

El Tate Narco Gallery
Dentro del edificio de la Defensa en Ciudad de México existe un museo que no está abierto al público. En él se muestran las joyas, armas, vestimenta, relicarios que les han sido incautados a los narcotraficantes desde 1985. La colección es una muestra de los símbolos de los que se nutre el narco en México: una Colt .38 de oro e incrustaciones de esmeraldas que perteneció a Amado Carrillo, líder del Cartel del norteño estado de Chihuahua, y que fue un regalo del líder del Cartel de Jalisco, Joaquín El Chapo Guzmán, quien se fugó en 2000 de la cárcel; un rifle AK-47 con una palmera de oro en la cacha, que pertenecía a Héctor El Güero Palma; o una camiseta con doble blindaje en el lado del corazón que fue de Osiel Cárdenas, líder del Cartel del Golfo de México. Pero, además de armas, los sombreros, botas y cinturones de vaquero, los altares a la Virgen de Guadalupe y a Jesús Malverde, un santo originario de Sinaloa, donde comenzaron, en los cincuentas —con las guerras de Estados Unidos en Corea y Vietnam—, las plantaciones de amapola y mariguana,  y el tráfico masivo hacia Estados Unidos.
El culto a Malverde establece lo que para el narcotráfico es su justificación moral: la ley y la justicia no son la misma cosa. El mito de Malverde es que era un ladrón que se vestía con hojas de plátano para pasar desapercibido —de ahí: el “mal-verde”— en el siglo XIX que es apresado por la policía porque su compadre lo delata. Lo ahorcan y el cura no quiere sepultarlo. Así que la gente lo entierra en el camino y le ponen una piedra encima. Ahora con una capilla y un culto no reconocido por la Iglesia Católica, a Malverde se le piden favores para que resuelva una injusticia llevándole algo, lo que sea, pero que sea robado. Esa santidad de lo ilegal fue adoptada por los narcotraficantes mexicanos que se tatuaron la imagen —un hombre de bigote—, le levantaron altares, y financian capillas. Asociaron lo “verde” del “mal” con la hoja de la mariguana. A tal grado quedó asociado un culto prohibido con el tráfico de drogas que la DEA norteamericana, en los años noventa interrogaba a cualquiera que tuviera un tatuaje del santo.
Pero, ahora, en el museo, toda esa imaginería del narco poderoso, nacido en tierras indómitas, y armado porque es valiente, ha quedado atrás. Las imágenes se fueron filtrando a la cultura popular mexicana, al cine, a las canciones, pero los narcotraficantes ya no usan esos símbolos. Los evitan. La segunda generación es de universitarios con grados en administración de empresas, no ostentan su dinero, y contratan químicos para que les fabriquen drogas de diseño.

El narco canta y, también, actúa

El mercado de canciones y cine sobre narcotraficantes está prohibido en estaciones de radio y salas de exhibición. Como el tráfico mismo vive de un mercado paralelo: los discos piratas, el cine que se hace sólo en DVD. En el caso del cine se vienen haciendo desde 1976 cuando Antonio Martínez filma “Contrabando y traición” y “Mataron a Camelia La Texana”, basados en dos canciones, llamadas narco corridos, cuya autoría es de Los Tigres del Norte que son, digamos, Los Beatles del género. Las películas de narcos cuentan siempre la misma historia: una familia honesta atraviesa por problemas financieros —una mala inversión, una plaga en la cosecha de maíz— y acaba ayudando a traficar drogas. Las películas de bajo presupuesto aprovechaban los plantíos verdaderos de mariguana y amapola como locaciones y a las novias de los traficantes —el ideal femenino debe ser curvilínea con minifalda— como actrices. De hecho, se cuenta que Los Tigres del Norte eran contratados por uno de los primeros narcos en caer preso, Caro Quintero (por asesinar al delegado de la DEA norteamericana en México, Enrique Camarena) para que cantaran sus corridos junto a las plantas de mariguana, “para que crecieran alto”.
Los narco corridos son parte de una cultura prohibida, la de las drogas, que necesita justificarse moralmente. En sus versos se da cuenta de cuál es el motivo: era muy pobre y ahora tengo de todo y sin límite y, aunque me maten, valió la pena vivir en lo ilegal. Son canciones de a quienes el narcotráfico les significó una metamorfosis, no sólo de posesiones —jamás presumen de ser ricos sino que hacen listas de sus posesiones: casas, coches, armas, dinero en efectivo, mujeres y alcohol— sino en términos de poder. Eran pobres don nadies, y ahora tienen poder, mientras dure. Toman el discurso del poder imperante: la libertad de mercado y la legitimidad de hacer dinero. De hecho, en algunas canciones como La cruz de amapola, se refieren a los capos como gerentes y a los dealers como distribuidores. Como la economía de mercado, los narcos se plantean como inobjetables:
Esto no es nada nuevo, señores,
Ni tampoco se va a acabar;
Esto es cosa de toda la vida,
Es la mafia de origen global.

Pero siempre manejando un lenguaje que, si no sabes de drogas, no entiendes porque parodia a las canciones rancheras mexicanas escritas por campesinos de maíz, no sembradores de amapola:

Vivo de tres animales que quiero como a mi vida;
Con ellos gano dinero y ni les compro comida.
Son animales muy finos: mi perico, mi gallo, y mi chiva.

El perico es la cocaína, el gallo es la mariguana y la chiva es un rifle de asalto AK-47, llamados “cuernos de chivo” por la forma del cargador. Esta canción, de hecho, pasó a la radio sin que los programadores supieran de su verdadero contenido.
El narcotraficante ideal que plantean los narco corridos es alguien que justifica todo por un culto individual a la autonomía personal: no se deja dar órdenes, no se rinde, sabe que se vive una vez y no quiere ser pobre. Tampoco quiere ir a Estados Unidos de ilegal, lo que significaría una pérdida de poder: emigrar. Prefiere “exportarle” drogas en su “sucursal”.

Durmiendo con el enemigo

La narco cultura mexicana es, al mismo tiempo, popular y prohibida. Está por todos lados: canciones, camisetas, cine, tatuajes. De hecho, la moda de la clase media y alta de comprar camionetas Hummer con vidrios polarizados viene de tratar de sentirse seguros, como ellos, es decir, impunes. Que la clase media escuche narco corridos o vea cine de ese género ayuda, también, a una cierta identidad en un país donde la gente es más empática si ve el mismo programa de televisión que si vive en la misma ciudad. Y es una cultura que se plantea a sí misma como funcional a la economía global: es un mercado de exportaciones que, si no existiera, haría a mucha gente infeliz. Cuenta con medios de comunicación, música y cine, y una estética que, si bien ya no es usada por los capos superiores, sigue reclutando a las nuevas generaciones como identidad: botas, cinturón, camisas con pedrería incrustada, y un IPhone. El narco dice lo mismo que el mercado global en un país como México donde las oportunidades nunca son, ni remotamente, las mismas para todos: todo, aquí y ahora.
Así me lo explicó hace algunos años un recién reclutado joven de catorce años en Culiacán, Sinaloa, donde todo empezó: “Ya me dieron un apodo”. Para él era el principio de una carrera gerencial vertiginosa, tanto, que quizás acabaría muy pronto a fuerza de balas. Y, acaso, su revólver de oro, terminará expuesto en un museo.


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UNA CIUDAD DE CIENCIA-FICCIÓN SIN FUTURO
Heriberto Yépez

Banda sonora: Tijuana Sound Machine de Nortec Collective

Tijuana es un parque industrial en las afueras de Mineápolis. Tijuana es una colonia de Tokyo. Tijuana es una maquila Taiwanesa. Tijuana es un borrón detrás de los tilos de Hamburgo. Tomado como uno, Tijuana y San Digo forman la más fascinante ciudad nueva en el mundo, una ciudad de ironía de primera clase… Tijuana está aquí. Llegó. Silenciosa como un caballo de Troya, inevitable como una flotilla de los pueblos del mar, más contradictoria en su inocencia, en su poder de proclamación, que la más pía visión de Spielberg de una nave espacial.
Días de obligación. Una discusión con mi padre mejicano, Richard Rodríguez.
Ciudades como Bogotá o Tijuana me ayudan a comprender a Beckett y a Kafka. Como un escritor experimental la ciudad en la que vivo es mi principal fuente de estructuras heterogéneas. Pero a veces me pregunto como esta ciudad se convirtió en una Tijuana.
En 1809 un indio Kumiai de 54 años se convirtió al cristianismo. Durante la ceremonia religiosa el indio le dijo al sacerdote el nombre de la ranchería a la que pertenecía. Este hombre vivió en lo que ahora es la frontera occidental de México con la California de Schwarzenegger. El nombre que el indio le dio al lugar era «Llantijuan». Pero el sacerdote escribió en su libro, «Tía Juana».
 Tijuana fue construida por malentendidos. Lo que ahora llamamos –al estilo de Lezama Lima– la erótica de errores, errótica.
Quizás neurótica.
Llantijuan, por cierto, puede significar dos cosas: o «lugar cerca del agua» o «erial».
La contradicción construyó Tijuana.

 Errores de traducción y borrado de la herencia india edificaron la primera característica en la vida de la ciudad, Tía Juana. Muchos niños y adultos en Tijuana aun creen que existió. Cuando la guerra entre Americanos y Mexicanos terminó, y se le robó a México la mitad de su territorio, nació una nueva frontera. En ese momento lo que ahora es Tijuana era parte de San Diego. El gobierno americano se equivocó. No tomó Tijuana. Los mapas estaban equivocados. El territorio todavía es hoy, por mero accidente, parte de México.
Pero desde el siglo XIX, el desarrollo urbano de Tijuana ha dependido grandemente de las necesidades de Estados Unidos. Durante la primer mitad del siglo XX la ciudad creció en bares, tiendas de licores, cantinas y casinos gracias al turismo barato y rápido. (El turista medio hacía un viaje de 3-4 horas a Tijuana). El punto de partida fue la legislación Volstead de 1919 prohibiendo el alcohol en el lado americano e hizo de Tijuana una ciudad donde se podía beber. Pero mucho antes que eso, Tijuana ya tenía la reputación de ciudad pecaminosa. En 1888 un periodista americano del periódico The Nation escribió que Tijuana tenía más bares que edificios.
En la segunda mitad del siglo XX, llegaron las maquiladoras –plantas de montaje– como OVNIS, transformando el paisaje urbano, llevando aún más inmigrantes a la ciudad, ayudándola a crecer por horas.
Los invasores del espacio podrían definir a Tijuana como una ciudad de anarquitectura. Una ciudad de auto-deconstrucción. Buena parte de Tijuana la han construido inmigrantes o ciudadanos pobres que «invaden» las colinas, construyen chozas de neumáticos y cualquier clase de material imaginable. Tijuana redefine el reciclaje.
Los coches de la gente han sido reciclados de sus antiguos dueños californianos. Tijuana sobrevive gracias al desperdicio y a los bienes de segunda y tercera mano de los Estados Unidos. Ropa. Ordenadores. Sueños.
A veces pienso que Tijuana, más que una ciudad, es una reunión de trueque.
El urbanismo de trueque.
Transexuales y travestís, por cierto, son la otra característica de la vida nocturna de Tijuana. En la Avenida Revolución algunos locales de destape tienen que pintar en sus fachadas «Aquí hay mujeres de verdad» y laboratorios en el centro de ciudad exhiben letreros diciendo: «Pruebas Papanicolau SOLO para mujeres.»
«Tijuana no es México», escribió Raymond Chandler en El Largo Adión (1953). En el 2004 un festival público de arte se llamó «Tijuana, Tercera Nación». Tijuana se define a si misma en contraste con la Ciudad de México. Dos ciudades que se odian.
Tijuana está resentida con el gobierno mexicano. Mucha gente se siente olvidada por ese poder central. Pero Tijuana también desconfía de los gringos y no le gusta que se le relacione con Chicanos. Tijuana es una frontera y es fuertemente consciente de su propia identidad. Aunque hay muchos aquí y fuera que tienen la opinión irónica de que Tijuana no tiene identidad para nada.
Tijuana es la ciudad televisión. En un momento, el 75% de las televisiones del mundo se montaban en Tijuana. Miles de personas trabajaban en San Diego y vivían en Tijuana. La cultura se mezcla en ambas direcciones. La gente de Tijuana tiene una mentalidad de puerta giratoria.
La playa de Tijuana es fría y sin embargo de clientela familiar, literalmente a pocos metros de la Patrulla Americana y los helicópteros americanos vuelan sobre el poblado fronterizo de tres vallas. El primer mundo se encuentra con el tercer mundo. Es la asimetría. Tonto! Tijuana es toda ella asimetría.
Tijuana sucede.
Tijuana tiene un millón de habitante, o tal vez tres.
Carlos Santana aprendió a tocar la guitarra en Tijuana. El tráfico no es muy querido en este pueblo. Tijuana está obsesionada consigo misma, como Nueva York o Buenos Aires. Tijuana es una ciudad de rareza controlada y sin embargo una metrópolis sin centro reconocible. Tijuana es centrífuga.

El centro de Tijuana apesta a orín. Los bloques de ciudad parecen el arco de McDonalds y la arquitectura es puro simulacro. Antes que Baudrillard, hubo Tijuana.

Tijuana inventó la Ensalada César y la música electrónica Nortec, que utiliza los sonidos populares norteños. El Tijuana Bloggers Front es el centro de blogs más popular de México, en el que se juntan escritores profesionales y especímenes fiesteros locales. Yo también soy miembro. Tijuana tiene demasiadas esperanzas para no ser, al fin, totalmente nihilista. 

Los americanos construyeron Tijuana.
La pobreza construyó Tijuana. Tijuana se trata de economía. En el principio de la década de los noventas un joven trabajador de una maquila –un «insignificante trabajador» según su ficha del FBI– cansado de su vida de inmigrante, escribió un «libro» sobre cómo arreglar a México. Él creía que era la versión del Siglo XX del Guerrero Águila azteca. En Marzo 23, 1994 fue a la fábrica a trabajar. Salió pronto. Tomó una calafia –un camión americano modificado que da servicio a 20-30 personas y uno de los sistemas de transporte público característicos de la ciudad. Tenía un arma. Preguntó dónde tenían que bajarse de la calafia para asistir a una reunión política que tenía lugar en una vecindario pobre llamado Lomas Taurinas. Se introdujo en la multitud. Disparó a Luis Donaldo Colosio, el candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional –por cierto, una contradicción. Colosio murió. Mario Aburto fue capturado. Mató al que parecía que pronto sería presidente porque necesitaba hacer un llamamiento a la nación. Cuando millones de teorías de conspiraciones crecieron a su alrededor, su historia personal parecía la versión de Tijuana de Taxi Driver.
Estoy convencido –pronto tendré una novela sobre él publicada– que Aburto era el producto de la cultura maquiladora. Un trabajador que leyó demasiado, un escritor autodidacta, el hijo frustrado de la globalización, un hombre enloquecido por el NAFTA [Tratado de Libre Comercio de Norteamérica]

Tijuana es sobre todo rehacer, apropiación. Tijuana crece como una novela de Kathy Acker en la que la ciudad toma una historia ya escrita –digamos el sueño Californiano– y la reescribe, dándole un giro típico de Tijuana.

Tijuana es el arte de Bart Sánchez. Tijuana es satírica. Odia el turismo y le da la bienvenida. Bukowski lo conocía bien.
«Le preguntó al camarero qué día era, y el camarero dijo ‘Jueves’ , así que tenía un par de días. No venían corriendo sino hasta el sábado. Aleseo tenía que esperar a que las muchedumbres americanas se desparramaran por encima de la frontera para sus dos días de locura después de los cinco día de infierno. Tijuana los cuidaba. Tijuana cuidaba de su dinero. Pero los americanos jamás supieron cuánto les odiaban los mexicanos. El dinero americano les hacía demasiado estúpidos para darse cuenta del hecho, y corrían a través de TJ como si fuera suya. Y cada mujer era un polvo y cada policía era sólo un personaje de una tira cómica. Pero los americanos habían olvidado que ellos les habían ganado algunas guerras a los mexicanos, como americanos o como tejanos o como demonios fuera. Para los americanos era sólo la historia en un libro, para los mexicanos era muy real, y no parecía bien que los americanos estuvieran en bares mexicanos un jueves por la noche. Los americanos incluso habían estropeado las corridas de toros; los americanos arruinaban todo.»
(Charles Bukowski, El Cristo Estúpido).
 Ayer mismo, caminando por la principal avenida turística Avenida Revolución, un vendedor se dirigió a dos mujeres asiáticas-americanas mirando la misma ropa diciéndoles: «Chicken try it (que suena parecido a you can try it, «pueden probárselo») , And if you want, I can hara-kiri price” (y si les gusta les puedo dar un precio). Así es como Tijuana deconstruye.
Juega con estereotipos de ambos países. La mascota de Tijuana es un burro pintado con rayas blancas y negras. Se llama Zonkey.
Tijuana ha reinventado México y está reinventando también la cultura americana.
América deconstruye a América siguiendo las leyes de Tijuana.
No es un accidente que los díscolos abuelos del Playboy fueran llamados, al principio del Siglo XX, Biblias de Tijuana, esas publicaciones de ocho páginas de Betty Boop y Popeye practicando sexo.
Tijuana fue edificada por las versiones contradictorias de Tijuana.
En 1997 el nombre de la ciudad fue registrado (patentado) por el gobierno de la ciudad para tener el copyright y evitar que los medios, los hombres de negocios y cualquiera que quisiera utlizara «Tijuana» como parte de un título o nombre de cualquier cosa.
Esa legislación, naturalmente, no funcionó.
Tijuana es lo que cualquiera quiere decir acerca de él o ella.
Docenas de escritores han escrito sobre Tijuana.
Tijuana es una ciudad casi imaginaria. Un número de ciudades que tienen sólo algunas cosas en común: maquilas, traficantes de dogas y 2000 inmigrantes esperando cruzar ilegalmente a Estados Unidos todos los días.

Tijuana tiene el cártel más poderoso de latinoamérica. Más que los colombianos.
No es un accidente que el santo patrón extraoficial de Tijuana sea un soldado que fue encarcelado en 1938 por haber violado una niña de 8 años.
Después de ser ajusticiado por las autoridades para detener los disturbios provocados por la turba furiosa que lo reclamaba,  Juan Soldado fue tomado –por otro segmento de la población– inocente. Una cabeza de turco. Comenzaron a  atribuírsele milagros. Ahora esta tumba es un centro ante el que miles de creyentes ruegan por milagros, recuperar la salud, el perdón de una esposa furiosa por una infidelidad, o la petición favorita de Juan Soldado –solicitar una green card, poder cruzar de manera segura e ilegal la frontera, o la ciudadanía americana.
Odiamos admitirlo pero el crimen construyó Tijuana.
No es casualidad –no las hay en Tijuana– que en 2004 Jorge Hank Rohn, el dueño del legendario hipódromo Agua Caliente fuera elegido alcalde. Se cree que es el autor intelectual de la ejecución del periodista más famoso en la historia de Tijuana, el Héctor, El Gato Félix, –Felix the Cat– y ha estado encarcelado por contrabando.
La mitad de los votantes, en una elección muy reñida, votaron por él de todas formas.
Tijuana está siempre enfadada.
Cuando en los años treinta el presidente mexicano prohibió el juego en el país, muchos de los dueños de casinos de Tijuana se llevaron su dinero y sus ideas y los pusieron a funcionar… adivinen dónde…
Tijuana casi fue Las Vegas.
En vez de eso, se convirtió en Tijuana.
A Tijuana se la conoce en muchos ambientes como una ciudad híbrida.
Pienso que el postmodernismo ha estropeado muchas cosas. Uno de ellos es la comprensión de Tijuana. Tijuana es mucho más que lo híbrido. Tijuana es acerca de las tensiones. Desencuentros. Una ciudad despidiéndose de Hegel. Una ciudad más allá de la síntesis.
Hay muchas Tijuanas. Cada una de ellas mitad mito, mitad temporalmente fuera de servicio.
Tijuana es una pesadilla de diversión, el fin de semana de un adicto al trabajo.
Ciudad de casas en serie, de producción en serie, rumores de internet y taxis colectivos, ejecuciones semanales e historias de éxitos, traficantes de drogas sin escrúpulos, miles de prostitutas, inmigrantes sin hogar y ejecutivos japoneses, millonarios mexicanos y escritores-asesinos autodidactas.
Una ciudad de ciencia-ficción sin futuro.


 

2 Respuestas a “CRÓNICAS

  1. Amarillos Pueblos Latinos Colonizados:
    jamas maduraron ni alcanzaron su «justicia» ni su «democracia». de sus gobernantes siempre el gen de la traicion incrustado en el estomago desde «enantes» pa acumular fortunitas amarillitas pal resto de sus engendros» o simplemente «por si las moscas» y pensando: -ya vendran los que si ayuden al jodido. ASI PASARON todos los años. Hoy frutos podridos del frustado ideal son observados estudiados clasificados y hasta son base de identidad admirada y aplaudida. por su colorido y bizarro sin razon de existir grupos gigantes de gentes que pelean ¡un espacio como unico fin posible «pa» rolar, estar, bailar, comer, reir, llorar, chupar, odiar, amar, soñar, «pa lo que sea.

  2. martha Patricia Moreno

    Considero estas narrativas urbanas de gran sentido y elegancia en el estilo

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